Fue un año lleno de colores partidos. Escenas sin terminar. Pedazos rotos de papeles. Fuego que no quema nunca y agua que no corre limpia. ¿Qué tiene de particular un 6 de diciembre, pintado en rojo sin merecerlo? Cada línea se ha ido emborronando hasta intuir un paisaje que no conocemos. Los votos siempre son sueños incumplidos, anónimos y públicos, que deciden, casi siempre, lo contrario a lo que queríamos. Todos somos idealistas frente a una urna transparente, llena de posibilidades, que nos sonríe en su frialdad, repleta de sobres indecisos. Creo que fui al colegio electoral, creo que elegí dos sobres, sé que no sé cómo eran esos sobres y qué tenían dentro. Aunque era diciembre, no fue una carta de Reyes.

El pueblo estaba feliz y en los escaparates había Papas Noel gordos y rojos, con barbas postizas rizadas. Nosotros nunca creímos en ese señor que vivía en Laponia. Nos divertían las cuadrigas de renos que se perdían en nieves polares y compramos figuritas parecidas para colgar en nuestro abeto. Secretamente, aunque les pusiéramos lazos de colores, no los sentíamos nuestros. Pero, en un silencio de posesión, se habían hecho un sitio de feudo. En nuestro despiste inconsciente, llegamos a poner renos, en vez de corderos, frente al portal de Belén.

Era un 6 de diciembre más. ¿Frío? ¿Calor? Me olvidé de la temperatura. En el hotel de Portugalete, tomé un vermut, porque un Marianito me daba mala espina, era como un elfo feo que aún no habíamos conocido.

El muelle estaba lleno y saludábamos a amigos y conocidos que habíamos perdido la pista hace muchos años. Era un vuelve, vuelve por Navidad, pero sin Navidad. Grupos de monjitas sonrientes y avergonzadas, como pollitos negros, iban en grupo. Habían perdido la soltura de andar solas y decidir solas. Sabían, lo que había dicho la superiora, que tenían que votar. Era un gran acontecimiento votar.

El Gobierno brindaba con champán olvidando con quién hacía chin- chin. Aquellos señores sonrientes y trajeados se habían convertido en padres, los padres de la Constitución. Una fe de bautismo que, una mayoría de las personas no habíamos leído, pero parecía útil.

Por la tarde de aquel día 6, sacamos del altillo la caja con los adornos navideños. Era una costumbre ancestral, decorar la casa antes de la Purísima.

En la entrada empezaba a sentirse el olor a abeto que habíamos comprado en el mercado. Entonces no sabíamos que un árbol se podía guardar de un año a otro, con las piezas dobladas con tubos metálicos. En casa hicimos palomas, muchas palomas para que volaran dentro del árbol. En la puerta pusimos otra paloma con un ramito de laurel en el pico. Intento recordar con precisión aquel día 6. Un día 6 en que escribo estas letras. Sé que llegará tarde a las páginas del periódico. ¡Qué más da! Los recuerdos son mejor sin fecha. Las agendas nos mantienen la presencia de los días.

Ayer, en el ayer que escribo ahora, los padres de la Constitución me parecían niños sonrientes a punto de apagar las velas de un cumpleaños. Me costó reconocer las caras. El tiempo es inexorable. Los hijos que quedamos de aquella fecha, podíamos hacer una lista de cambios de esa Constitución, pero sería un despropósito. Recuerdo que, en un árbol de Navidad de un ayuntamiento, había colgadas, escritas con purpurina, frases de la Carta Magna. Parecían sentencias de meditación, eran simples palabras sacadas de contexto de un pequeño librito que cualquier niño de hoy se preguntará; “¿Y eso qué es?”. Pues deseos, sueños, quimeras, absurdeces, mandatos y muchas ganas de hacer las cosas bien, según el espejo de cada uno. Fue la extraña sensación de que aquel 6 de diciembre de 1978, algunos se sintieron libres.

Este día de la Constitución ha partido, casi por la mitad, el último mes del año. Muchas vacaciones anticipadas, muchos regalos adelantados, largas colas para poder comer y overbooking en aviones y estaciones de tren o autobús. En estos 44 años hemos cambiado mucho. Viajamos más y no nos asustan las distancias. En cinco días podemos disfrutar de Egipto, Jordania o el sol de Benidorm. Un amigo me decía que se quedaba en su ciudad porque la ciudad era entera para él solo.

El periódico de aquel 6 de diciembre no se parece en nada al periódico de hoy. La fiesta de la Constitución ha pasado a páginas interiores, con largos artículos de opinión que leerán pocos. Elegí uno de los muchos publicados. Estaba escrito con palabras pomposas, importantes, grandiosas. Palabras huecas que al final se dicen, pero no se piensan. Se felicitaban por el resultado de aquel día de diciembre que, así creían, nos había hecho mayores en Europa. Ser mayor solo les hace felices a los niños. En ese deseo de auparnos de puntillas a Europa, vimos muchas carencias, pero no dijimos nada. No hay que propagar dudas ni noticias veladas. Aquel día 6, todo tenía que ser luminoso.

Años después vimos que la Constitución separa. Que se repartían los partidos como si fueran bolsas de canicas de colores, pero nadie quería sacar su primera bola. Se amontonaron quejas, rabias, discusiones, banderas y escudos. Nadie podía cambiar el tablero porque estaba prohibido jugar. La Carta Magna era un texto inamovible, perfecto en su imperfección y no podía cambiarse ni una letra. En el resto de países la Constitución se cambiaba de acuerdo a los nuevos tiempos. Aquí, después de 44 años, seguimos cuestionándonos si aquel escrito con letras de oro, nos ayudó a ser más felices.

* Periodista y escritora