ace unos años se vivió en algunos lugares de los Estados Unidos un conflicto más propio del siglo XIX que del XXI. A juicio de las autoridades escolares de ciertos estados como Kansas el creacionismo debía ser enseñado en las escuelas con el mismo número de horas y en el mismo marco de estudios científicos que la evolución dado que, según su parecer, ambas son teorías, ideologías o creencias con igual dignidad y valor. En tiempo de fake news y de pseudociencias no nos debería extrañar que este tipo de visiones se extendiera: si la opinión de un médico, un biólogo o un epidemiólogo sobre el covid-19 vale lo mismo que la de cualquiera de los que no tenemos formación para distinguir un cultivo de virus de un trocito de plátano aplastado ni aún si nos dieran el mejor microscopio, entonces tiene sentido que las posiciones pro y antivacunas, por ejemplo, tuvieran el mismo número de horas y la misma consideración en el programa escolar de ciencias, como dos creencias igualmente respetables. Los días pares podemos aprender de quienes saben de lo que hablan, los días impares escucharíamos las entrevistas de Miguel Bosé y otros similares que por supuesto tienen el mismo derecho a expresar sus opiniones.
El caso es que en el marco de aquella polémica creacionista surgió un movimiento de parodia conocido como el pastafarismo o religión del Monstruo de Espagueti Volador. Los pastafarianos jugaban a defender la existencia de una divinidad con forma de bola de espaguetis que creó el cielo y la tierra. Tienen hasta su propia versión del padre nuestro.
El origen de la parodia tenía un fin muy razonable. Se trataba de denunciar que en las clases de ciencias se diera entrada lo mismo al conocimiento científico que a creencias sin evidencia científica. Los pastafarianos entonces demandaron que se enseñara también su doctrina. Se trataba de una campaña para evidenciar lo ridículo de la propuesta de Kansas: "creo -decían sus promotores- que todos podemos esperar con entusiasmo el momento en que estas tres teorías reciban el mismo tiempo en nuestras clases de ciencia: un tercio del tiempo para el diseño inteligente, un tercio para el Monstruo de Espagueti Volador y un tercio para las conjeturas lógicas basadas en una abrumadora cantidad de pruebas observables".
Es desde luego perfectamente razonable que las creencias, los relatos y los mitos se enseñen en otras asignaturas, tales como religión, literatura o tradiciones culturales o lo que toque, pero sin confundir la naturaleza de cada ámbito del saber.
Algunos han querido llevar la ocurrencia del pastafarismo más lejos y solicitaron en su día en España la inscripción en el registro de entidades religiosas. El ministerio, con buen criterio, les negó la autorización: "no puede pretenderse que se trata de una religión, porque visto su credo, estatus y mandamientos, no se aprecia en absoluto finalidad religiosa (...) Nada les impide asociarse, reunirse, expresarse y realizar todo tipo de actividades privadas en forma de asociación". Esta resolución me parece impecable.
Más peleona ha resultado una holandesa que ha querido mostrar manifestaciones externas de su creencia religiosa pastafariana en documentos oficiales. Dado que sus tribunales le han dicho, mutatis mutandis, lo mismo que el registro español, esta mujer ha recurrido al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
En Estrasburgo han resuelto esta misma semana que los Países Bajos no han vulnerado ningún derecho de la demandante. El caso nos permite reflexionar sobre los medios de lucha contra la pseudociencia. Y también sobre los límites de la parodia cuando se llevan al absurdo forzando los instrumentos de la democracia, la convivencia y los derechos humanos.
Y eso que yo me apuntaba con gusto a una ceremonia de adoración a la buena pasta, siempre que los pastafarianos demuestren mejor mano con la cocina que con el derecho.