n cada asesinato machista, me viene al recuerdo Ana Orantes, aquella mujer que a mis 22 años me dejó helado el corazón tras escucharle relatar cuatro décadas de duros episodios de malos tratos por un marido que la quemó viva quince días despues de su relato público. Antes, él se fue a comprar tabaco y echó la primitiva.
El testimonio de Ana Orantes ha permanecido en mí latente desde entonces. Su relato, en el que se incluían 40 años de patadas en el estómago, puñetazos, puntapiés, bofetones, insultos y agresiones del calibre de sentarla en una silla para golpearla hasta obligarla a darle la razón, siguen presentes en mi memoria como si hace cinco minutos que lo hubiese escuchado. Fue mi primera toma de conciencia y consciencia de que la violencia contra las mujeres sólo por el hecho de ser mujeres, pese a quien la niegue, existe y es real.
Partícipes de su infierno, ocho hijos a los que el agresor sometía a tamañas vejaciones, con intentos de abusos sexuales, incluidos, a tres de sus hijas. Y allí estaba Ana, en el plató de Canal Sur sentada junto a Irma Soriano, una mujer de apariencia frágil pero curtida -nunca mejor dicho- en la vida a base de palos.
Era 1997. Erika, la última víctima de la violencia machista -el martes en Vitoria-Gasteiz- tenía sólo 12 años cuando Ana Orantes visibilizó su pesadilla y me descubrió qué feliz era mi vida y qué dura la de muchas otras. Y su vida, la de Erika, ha terminado igual, asesinada a manos de un marido que no contaba con que su mujer no es suya por mucho que la maldita frase "la maté porque era mía" parezca justificar lo que es injustificable, inadmisible e inaceptable en nuestra sociedad.
Afortunadamente, la diferencia entre Ana y Erika es que hoy hay camino avanzado aunque quede mucho trecho por delante. La diferencia entre Ana y Erika es que la sociedad va asumiendo que la violencia machista es parte de un problema colectivo ante el que no hay que callarse y hay que denunciar. Ojalá el aseinato de Erika sirva para despertar conciencias como la que despertó en mí la de Ana. Descansen en paz, ambas. Y todas las demás.