- Han pasado dos décadas desde el primer y único título europeo del Baskonia a lo largo de su historia, pero los recuerdos de aquella inolvidable final conquistada ante el PAOK en el pabellón Araba todavía permanecen frescos en la memoria. En los prolegómenos del derbi vasco de este domingo ante el Bilbao Basket, sus protagonistas serán agasajados como se merece por aquella gesta que permitió al club desquitarse del mal sabor de los dos títulos extraviados en Lausana y Estambul. El base de aquel equipo campeón era Jordi Millera, un auténtico desconocido antes de recalar en Vitoria que trataba de labrarse un nombre en el modesto Vino de Toro Zamora de EBA cuando recibió una llamada del malogrado Manel Comas que cambiaría su vida para siempre. Apodado cariñosamente El Chato y pese a su modesta estatura, este menudo barcelonés se ganó por derecho propio un hueco en el corazón del baskonismo.
¿Qué hace hoy en día Millera?
-Estoy trabajando en Sant Cugat en una multinacional farmaceútica, Boehringer Ingelheim. Ya no estoy vinculado al baloncesto y me tengo que ganar el pan como todo el mundo. Mi hijo mayor sí juega y le suelo seguir. Está en junior de primer año y juega de dos-tres, aunque alguna vez también lo ha hecho de base.
Han pasado dos décadas de una final histórica y Millera se mantiene como uno de los grandes descubrimientos del Baskonia. ¿Es consciente de ello?
-Aquel año fue increíble para mí. Empecé jugando en Zamora en EBA y en octubre Manel me llamó para formar parte del equipo. Pasar de ser un desconocido a campeón de Europa fue como un guión de cine. Lo disfruté muchísimo.
¿Quién le ficha a usted: Manel Comas o Alfredo Salazar?
-Manel. Él apostó por mí y me conocía porque me había hecho debutar en ACB con el Granollers. Pero Alfredo también hacía un seguimiento de las categorías inferiores y yo llevaba dos años rindiendo a un buen nivel en EBA. Creo que me vino a ver jugar un partido a Burgos y, por lo visto, sus informes serían positivos. Ambos me dieron la oportunidad y todo salió fenomenal para las dos partes.
Vino con un contrato temporal y finalmente pasó cuatro años en Vitoria. Sorprendente, ¿verdad?
-Así fue. Parecía que iba a estar unos meses y fueron cuatro años maravillosos que no he olvidado nunca. Esa primera temporada resultó tan maravillosa que no tengo palabras para describirlo. Fichar por el TAU, jugar en un club puntero de Europa y ganar una final europea lo sigo recordando como un sueño. La verdad es que lo que recuerdo con más cariño fue el recibimiento que me brindó el equipo y luego el apoyo que recibí de la gente de Vitoria. En una semana ya me sentí acogido como si fuera uno de los suyos.
Aquel Taugrés estaba lleno de nombres rutilantes, pero el que ponía orden en la dirección era ‘El Chato’. Que le quiten lo bailao, ¿no?
-Sí, sí... (Risas). La primera vez que salí a jugar recuerdo que tenía a un lado a Perasovic y al otro a Nicola. Los dos me pedían el balón a la vez y me preguntaba: ¿a quién se la doy ahora? Reconozco que llegar a un equipo de este calibre y jugar con gente a la que admirabas siguiendo sus partidos por la televisión fue algo que me impresionó de entrada. Con el paso del tiempo, me hice a ellos y ya sería uno más.
¿Su triunfo fue el de la humildad?
-Por descontado, sí. La humildad y el sacrificio. En un equipo con tantas estrellas, yo no venía ni a ser un líder ni el máximo anotador, sino a darle al balón al hombre que tocase en cada momento. Creo que me salieron bastante bien las cosas tanto en ese primer año como en los posteriores cuando llegaron jugadores de calidad como Espil o Lucio Angulo. Mi trabajo era dar lo máximo para que lucieran otros y para que el equipo funcionara bien.
No se quite méritos. Tampoco se arrugaba a la hora de encararse con quien hiciera falta...
-Para jugar a este nivel, también era fundamental sacar el mal genio y algo de carácter. Tuve un pique en la final con Prelevic. Nos estaba anotando mucho y Manel me encargó la misión de estar muy cerca de él e incomodarle al máximo. En una de esas se molestó, pero yo tenía claro que no me iba a arrugar.
¿Cuántas veces ha visto la final repetida ante el PAOK?
-Aunque nadie lo crea, la primera ocasión fue cuando me retiré. Nunca había visto el vídeo y cuando colgué las botas, por medio de un amigo de mi hijo, la vi lentamente. La segunda vez fue a los dos meses cuando me invitaron a una charla. Desde entonces, unas cuatro o cinco veces.
Los griegos tenían un equipazo con Garrett, Prelevic, Stojakovic o Rentzias, pero aquel Taugrés era mucho Taugrés. ¿No?
-Sí, venían como claro favoritos y tenían una gran mezcla de gente veterana con jóvenes que empezaban a dejarse sentir en Europa como Stojakovic. Sufrimos muchísimo, pero supimos aprovechar la famosa táctica del conejo de Manel. Ellos acabaron muy agotados y nosotros no perdimos nunca la esperanza de ganar el partido.
¿Qué aportaba Comas?
-Mucho carácter. Manel era puro carácter y pasión. Nos lo transmitía cada segundo en la pista, en los entrenamientos o en los viajes. Sufrimos problemas con la lesión de Kenny Green, pero tuvo confianza en jóvenes como Garbajosa o Cazorla. Sacaba el genio de todos y eso nos ayudó en los momentos difíciles de la final. Sentó a Peras y Marcelo para que se tranquilizaran y les puso las pilas. Nada más salir, consiguieron uno un triple y otro un mate.
Hablando del croata, ¿le veía ya por entonces madera de técnico?
-Yo creo que Perasovic ama tanto el baloncesto y es tan enfermo del baloncesto que iba a acabar sí o sí en el banquillo. Ya hizo grandes temporadas en Valencia y ahora hace lo propio en Vitoria. Si le quitaras el baloncesto, yo creo que se moriría.
No ha comentado nada de Rivas.
-Ramón siempre ponía orden en el vestuario. Cuando decía algo, todo el mundo escuchaba con atención. Parecía que no estaba, pero hacía el trabajo sucio, bajaba al barro, los bloqueos a Peras, los rebotes... Era parte del alma del equipo.