Aranda de Duero. Todo un diccionario de sinónimos con términos negativos no serviría para explicar lo que el alavesismo vivió ayer. La gente que quiere con el alma a este equipo, que es muchísima, no tiene ya casi otra que echar mano de la resignación. La otra opción, la más entendible visto el partido de ayer en Aranda de Duero, es la de echarse a llorar. No son pocas las malas actuaciones que acumula este equipo a lo largo del presente curso, pero el esperpento de ayer rebasó todos los límites admisibles. Un Alavés sin alma, desquiciado, desnortado, sin una idea futbolística reconocible y que se doblegó él solo ante un oponente que sacó a relucir todas sus vergüenzas. Y no son pocas. Así no se va a ninguna parte y soñar con las opciones de entrar en el play off -porque pensar en la posibilidad de un ascenso es algo que ahora mismo queda reservado para los ilusos- se ha convertido casi en una quimera. O algo cambia inmediatamente de manera radical o este equipo lleva camino de protagonizar una de las campañas más deshonrosas que se le recuerdan.

Decir que la primera parte del Alavés fue nefasta es ser demasiado compasivo con los méritos realizados por el cuadro vitoriano. Ha tenido muchos momentos de bochorno el conjunto albiazul a lo largo de la presente temporada, pero ese inicio de partido en El Montecillo no halla parangón en los precedentes. El balón se convirtió en un objeto a patear sin consideración alguna con la única excusa de un terreno de juego irregular y un fuerte viento en contra. Cualquier idea futbolística quedó desterrada de antemano y El Glorioso se transmutó en uno de los competidores del Seis Naciones de rugby. No hubiesen notado demasiado los alavesistas la diferencia si el balón hubiese sido ovalado. O cuadrado. Para el uso que se le dio al mismo, igual daba su forma.

Las posibles excusas por los condicionantes externos se vienen, además, abajo cuando el rival demuestra que con el balón se puede hacer algo más que darle patadas, la mayoría de ellas sin sentido alguno. Que un equipo como la Arandina, que hasta ayer vagaba sin pena ni gloria por los puestos de descenso a Tercera División, ponga sobre el tapete unos argumentos mucho más convincentes que los de el Alavés es para preocuparse seriamente. Pues bien, lo hicieron los burgaleses hasta conseguir bailar a una zaga albiazul que quedó descompuesta, sobre todo por su flanco izquierdo, ante la clarividencia local, que de tanto insistir acabó encontrando su justo premio antes de coger el camino de los vestuarios.

La jugada del gol dejó retratado al Alavés. Y no en la mejor postura posible. Desorden y desconcierto se aunaron en una acción en la que Antón se aprovechó de una evidente falta de entendimiento entre el lateral Dani López y el central Jon Moya. El mediapunta sirvió en bandeja un balón de oro a la llegada desde atrás, libre de marca cómo no, de un Gabri que remató a placer para regocijo de los arandinos y culmen de la vergüenza de un indigno Glorioso.

Ni siquiera orgullo Si alguien dentro del alavesismo se esperaba una reacción en la segunda parte lo único que se encontró fue un palmo de narices. Nada de nada. Ni con exquisiteces, que no estaba la situación para ellas, ni mediante un fútbol más rudimentario.

Pero quizá lo más triste fue la apatía que mostraron los alavesistas, incapaces incluso de hacer de tripas corazón para arrinconar a un rival tan impetuoso como fallón. Nada. La Arandina incluso se volvió a adueñar durante muchos minutos del balón para combinar con calidad y seguir llevando el peligro a los dominios de Rangel. El único orgullo, y mal entendido, que mostraron los alavesistas fue para dar patadas a destiempo al ver cómo incluso el rival se regodeaba en una victoria que bien pudo ser más abultada y que al final ni siquiera fue sufrida. Y es que el Alavés no fue capaz de poner en jaque a los burgaleses ni con acciones a la desesperada para acabar firmando una segunda derrota consecutiva que tiene que conducir a una inminente reflexión en el seno del club para no dar ya el curso por perdido.