ntre todos los hombres que atravesaron el Atlántico en busca de fortuna, hay uno que fue aclamado como libertador por algunos, señalado como criminal por otros, y olvidado por la mayoría. Su historia está llena de atrocidades de tal calibre, que solo pudieron ser el fruto de una mente desquiciada. Hablamos de Pedro Lope de Aguirre al que apodaron como el Loco, el Tirano, el Traidor o el Peregrino.
Su nacimiento tuvo lugar en una fecha indeterminada, aunque se sabe que fue entre los años 1511 y 1515, en un humilde caserío de la localidad alavesa de Uribarri, donde se le bautizó con el nombre de Pedro Lope. Tras la muerte de su padre, su madre se casó con Estívaliz de Aguirre, para quien había trabajado como criada. A partir de entonces Pedro adoptó el apellido de Aguirre, que era mucho más prestigioso que el suyo, ya que pertenecía al señorío de Oñate.
La apropiación del apellido fue considerada ilegítima por parte de su padrastro, quien jamás le consideró parte de su estirpe, motivo por lo que Lope de Aguirre no tuvo otro remedio que trasladarse a Vitoria-Gasteiz, ganándose la vida como aprendiz de zapatero en la actual calle Zapatería. Pedro no tardó mucho tiempo en meterse en todo tipo de problemas, llegando a ser sentenciado, en 1536, a morir en la horca por la violación de una doncella.
Consiguió esquivar al verdugo al aprovechar un descuido de sus carceleros y abandonó la ciudad en dirección a Sevilla. Allí engañó a Rodrigo Buran presentándose ante el como hidalgo, y de este modo pudo acompañarle en la expedición a Perú que estaba preparando. Una vez en América, e incapaz de demostrar la nobleza de su origen, solo encontró trabajo como domador de potros. Pero todo cambió cuando logró unirse a las tropas de Diego de Rojas que iban a marchar a la conquista de los Chunchos. A partir de ese momento se puso a las órdenes de distintos conquistadores según sus intereses y rápidamente se ganó la reputación de ser un hombre brutal.
Esta fama hizo que, cuando intentaba organizar una hueste y ponerla al servicio del virrey Pedro de Gasca, este se negara a recibirlo. Tal desaire le llenó de ira y renunció a continuar prestando lealtad a la Corona de España, uniéndose a multitud de motines y revueltas junto a otros soldados resentidos.
Entre sus prácticas destacaba la costumbre de atar a los indios en postes, y torturarlos para que confesaran donde se encontraba el oro y las piedras preciosas que, imaginaba, tenían todas las tribus. En los maderos que usaba grababa la inscripción ad noctum, que en latín significa los atados, pero que, por su desconocimiento de esta lengua, interpretó como en la noche, creyendo que, de este modo, les estaba condenando a vivir entre tinieblas.
Este tipo de actos llevaron al juez Francisco de Esquível a ordenar su detención y condenarle a ser azotado en público por vulnerar las leyes que protegían a los indígenas. En venganza, Aguirre amenazó de muerte al magistrado, hostigándole de tal modo que el juez estuvo huyendo durante tres años. Pedro Lope de Aguirre, incansable, recorrió seis mil kilómetros hasta dar con su víctima y cumplir su amenaza.
Estas y otras tropelías terminaron por hacer que la justicia le condenara una vez más a muerte, pero logró salvar la vida acogiéndose a una amnistía general que implicaba que debía prestar servicio en las tropas leales al rey. Las múltiples batallas en las que participó acabaron por pasarle factura, ya que perdió varios dedos de las manos y quedó cojo de la pierna derecha. Su tara le obligó a abandonar el ejército, convirtiéndose en un mercenario dispuesto a cualquier fechoría a cambio de dinero. Es en ese momento cuando se le comenzó a conocer como Aguirre el Loco.
En septiembre de 1560 se enroló junto a su hija Elvira, fruto de los amoríos con una indígena, en una expedición cuyo destino era la el mítico El Dorado. Meses después Aguirre asesinó a Pedro de Ursúa, que dirigía la empresa, incitando al resto de los expedicionarios a que clavaran sus espadas en el cadáver para comprometerles en el crimen. Los rebeldes, que pasaron a ser conocidos como los Marañones enviaron una carta al rey, intentando justificar la muerte de su capitán, pero Aguirre era consciente de que habían ido demasiado lejos y no iban a obtener el perdón real. Aquel no fue el único asesinato que cometió, creando un imperio de terror, que controló prometiendo a los hombres que le seguían incondicional el regreso a Perú para instaurar el reino marañón.
Su brutalidad era tal, que un pequeño pueblo de indígenas ubicado entre los ríos Purús y Negro, empezó a ser conocido como pueblo de la matanza tras el paso de Pedro Lope de Aguirre por él. Decían que actuaba como un poseído y que apenas dormía, manteniéndose siempre armado y ordenando la ejecución, incluso de sus propios hombres, por cualquier nimiedad. El miedo fue la máxima durante la travesía que le llevó a él, y a sus hombres, a recorrer todo el río Amazonas.
Cuando finalmente recabaron en la isla Margarita, la tomaron por asalto y asesinaron al gobernador. Su crueldad hizo que muchos de sus seguidores desertaran buscando refugio en Santo Domingo.
Fue entonces cuando escribió su carta más famosa, que envió a Felipe II. En la misiva enumeraba con orgullo alguno de sus asesinatos. "Yo maté al nuevo rey (que él mismo había nombrado), y al capitán de su guardia, y al teniente general, y a cuatro capitanes, y a su mayordomo mayor, y a su capellán, clérigo de misa, y a una mujer de la liga contra mí, y a un comendador de Rodas, y a un almirante, y a dos alféreces, y a otros cinco o seis aliados suyos; y, con intención de llevar la guerra adelante o morir en ella, nombré de nuevo capitanes y sargento mayor, y luego me quisieron matar, y yo los ahorqué a todos". Pero sin duda, el dato más importante era su autoproclamación como "la ira de Dios, príncipe de la libertad y rey de Perú, tierra firme y provincias de Chile". Felipe II dio instrucciones para que aquella carta, en la que le se declaraba la guerra de facto, fuese destruida, pero no pudo evitar que su contenido se divulgara por toda América central y Sudamérica.
El documento ha sido utilizado anacrónicamente por algunos historiadores, e incluso por libertadores como Simón Bolívar, para presentarlo como el primer intento de independencia americana, aunque únicamente respondía a las ansias de poder de Aguirre.
Su siguiente objetivo fue Nueva Valencia, la actual Venezuela, pero las noticias de sus tropelías le precedieron y pudieron organizar la defensa. Cuando los hombres de Aguirre se encontraron frente a las del gobernador Pedro Pablo Collado, mucho mejor preparadas y equipadas, en lugar de luchar, tiraron las armas al suelo y se rindieron solicitando el perdón.
Sabiéndose vencido, el tirano se dirigió a la tienda en la que se encontraba su hija Elvira y, tras pedirle que se confesara, la asesinó clavándole repetidamente una daga en el corazón mientras le decía "más vale que mueras siendo hija de un rey que no que te llamen después hija de traidor".
La muerte le sobrevino de la mano de sus propios hombres. El miedo a que si le entregaban vivo su confesión implicaría la condena de ellos mismos, hizo que prefirieran matarle con sus arcabuces. Incluso entonces, orgulloso, y tras recibir el primer disparo, les habló con desdén diciéndoles "no me habéis hecho nada", siendo estas las últimas palabras que pronunció.
En el juicio póstumo se ordenó derribar todas sus posesiones y se declaró infames de por vida a sus descendientes. Su cuerpo fue descuartizado y usado para alimentar a los perros, y su cabeza estuvo durante décadas en una jaula de la plaza de Tocuyo "en memoria de su tiranía hasta que el tiempo la consuma" siendo reemplazada por otra de bronce cuando la calavera acabó deshecha. Desde entonces, cada 27 de octubre una procesión recorre la ciudad celebrando su muerte, acaecida ese día en el año 1561.
Hoy perduran leyendas en Venezuela sobre los fantasmas de Lope de Aguirre y sus hombres, que dicen que se aparecen en forma de fuegos fatuos a la media noche, en las inmediaciones del lugar donde murió. También en Perú mantienen su recuerdo, dando nombre a una cascada ubicada en la selva y que se conoce como el salto de Aguirre. Son muchos los que viajan a ese lugar para rezar ante unos misteriosos símbolos que Pedro Lope de Aguirre grabó en unas piedras.