lA guerra civil llegó en coche desde Vitoria. Era el 23 de julio de 1936, y apenas habían pasado seis días desde que los militares fascistas se sublevaran en Melilla contra la República. Los ecos del golpe de Estado llamaron a la puerta de la localidad alavesa de Galarreta en forma de vehículo con cuatro personas, tres militares y un civil, en su interior. Preguntaban por Pedro Salinas, apodado El Americano por los años que pasó en Alaska, y Bernardino Domingo, el maestro del pueblo. En ese momento sólo querían tener controlados a estos dos hombres, que simpatizaban abiertamente con la República, pero unos días después ese coche volvería acompañado de veintiséis requetés. Sus ocupantes ya no traían palabras, traían balas.

La dictadura daba sus primeros pasos, aún en forma de golpe militar, pero las hienas empezaban ya a oler a sus víctimas, a las que a lo largo de los años previos habían marcado con una diana en la cabeza. Porque ni Pedro Salinas ni Bernardino Domingo eran precisamente unos desconocidos en el pueblo, como tampoco lo eran Mauricio Rodríguez, profesor de Gordoa, ni Miguel Gil, que educaba a los niños y niñas de Zalduondo. La historia de estos cuatro alaveses, cuyos nombres reconocerán probablemente los lectores de El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga, culminó con el fusilamiento de los tres maestros y la huida de Salinas, en un recorrido que les llevó de sus pueblos natales a la Sierra de Urbasa, pasando por Vitoria.

Los familiares de estos profesores recuerdan cada año su legado en la sima de Otxaportillo, donde reposan sus restos junto a los de decenas de represaliados en la guerra civil, cada primer domingo de septiembre, pero hasta ahora no contaban con ningún reconocimiento en las localidades en las que tantos años se dedicaron a formar a distintas generaciones de pequeños alaveses. Y educar a los niños en valores de libertad era algo que el fascismo no podía soportar. Por eso, una vez llegaron las primeras noticias de la sublevación, los militares tardaron muy poco en poner precio a sus cabezas.

Según relata el historiador Javier Gómez Calvo en su minucioso ensayo Historia de Galarreta, de la dictadura de Primo de Rivera a la Guerra Civil, el cura de esta localidad alavesa, Daniel Arrate, que también lo era de Zalduondo, acostumbraba a cargar en sus homilías contra los que leían "los periódicos de Madrid". La referencia no era baldía, pues todos los vecinos que acudían a misa sabían que se refería -entre otros- a los maestros de la zona, que se informaban a través del que por aquel entonces era el diario que ejercía de punta de lanza para republicanos y defensores del reformismo, El Sol, con firmas como las de José Ortega y Gasset. El púlpito habló y el ejército escuchó. En un pueblo tan pequeño como el Galarreta de la época, donde las paredes de la iglesia hacían las veces de frontón hasta la inauguración de uno en condiciones, sus habitantes "eran conocidos por un menor fervor religioso que en los pueblos que le rodeaban, al igual que sucedía en Zalduondo". Y entre todos, Mauricio, Miguel y Bernardino eran a los que más ganas les tenían. Eran molestos. Eran maestros.

Cuando el 18 de julio el profesor Bernardino reunió a todos en su casa para escuchar "en la única radio que existía en el pueblo" las noticias de la sublevación militar, iniciaron una cuenta atrás que culminaría con su fusilamiento el 9 de agosto. De hecho, cinco días después de aquel encuentro recibieron la visita del coche con los cuatro fascistas que les amenazaron para que no huyeran a la zona republicana. También fueron a ver al cura del pueblo, el mismo que desde su púlpito había cargado contra los vecinos que leían periódicos progresistas, para pedirle que acudiera a la iglesia a dar misa al día siguiente como una jornada cualquiera. Pero el párroco les dijo que no porque "tenía miedo de la gente del pueblo", según recoge Gómez Calvo. La decisión estaba tomada. Los simpatizantes de la República, sentenciados. Así, cuando la mañana apenas apuraba sus primeras horas de luz, veintiséis requetés llegaron al pueblo apestando a odio contenido. Mientras el cura oficiaba misa en Galarreta detuvieron a cinco vecinos, entre ellos Pedro Salinas y el profesor Bernardino Domingo, al que "acusaron de ateo y de tener 'malos libros' en su escuela".

"Salvaos vosotros" De hecho, los requetés quemaron sus libros en el patio del colegio mientras le mantenían retenido. Con las páginas aún en llamas subieron a Salinas y a Domingo en una camioneta con dirección a Vitoria, pero por el camino pasaron por Gordoa y Zalduondo, donde detuvieron a los maestros Mauricio Rodríguez y Miguel Gil. Ya en la capital alavesa fueron trasladados al pueblo navarro de Olazagutía, y de allí a la Sierra de Urbasa, a la sima del Otxaportillo.

Allí, frente al pelotón de fusilamiento, Pedro Salinas, consiguió escapar forcejeando con los requetés -otras versiones dicen que sobornándolos- y corriendo por el bosque mientras los asesinos se centraban en los que tenían delante. "Salvaos vosotros que yo soy mayor", gritaría Mauricio Rodríguez, que dejó una viuda y siete hijos, en los momentos de confusión durante la huida de Salinas. El Americano se salvó, contando posteriormente lo ocurrido en sus memorias, pero Zalduondo, Gordoa y Galarreta perdían a sus maestros, Sus esposas y familias sufrieron después la represión y el olvido, viéndose obligadas en muchos casos a abandonar sus pueblos. Las que se quedaron, como el caso de la mujer de Bernardino Domingo, tuvieron que soportar no sólo el dolor de su ausencia, también la marginación y el miedo. Álava, que desgraciadamente acostumbra a olvidar a sus referentes en beneficio de nombres más famosos y menos cercanos, sembró aquel 9 de agosto de 1936 una deuda que hoy empezará a ser saldada.

No será a manos de las instituciones, que en Vitoria siguen evitando -a sabiendas en muchos casos- nombres como los suyos a la hora de bautizar calles o plazas, o de alguna gran fundación que trabaja para preservar la historia. Al final ha tenido que ser un pequeño grupo de vecinos de Zalduondo, Galarreta y Gordoa los que recientemente se han puesto manos a la obra para luchar por la memoria y el reconocimiento de estos tres profesores alaveses, que murieron bajo el yugo franquista por educar a decenas de niños y niñas alaveses que pasaron por sus aulas. El fascismo acabó con su vida. Que no sesgue también su recuerdo.