Dice Enrique Reyero que si contara todos los insultos y amenazas que ha recibido en sus doce años como vigilante de seguridad en el metro, estaría hablando hasta el año que viene. Y el tiempo apremia. Así que se centra en las agresiones que dejan huella en las radiografías. En la que le mantiene de baja desde el pasado mes de septiembre por la rotura de un dedo. O en la que se registró en mayo en la estación de Abando, donde cinco trabajadores resultaron heridos, algunos “de consideración”. “Pegaron al supervisor, un vigilante de seguridad casi pierde un ojo, a otro le tienen que operar del codo... No puede ser que vayas a trabajar y te expongas a perder un ojo o que te rompan una costilla. Y, total, por hacer cumplir las normas, que son para todos. En esa situación estamos”, denuncia. Y no son los únicos. Personal sanitario, docentes, administrativos... Son muchos los profesionales que soportan faltas de respeto, improperios o golpes no incluidos en el sueldo.

Vigilante de seguridad

“Te va minando, muchos al final abandonan”

A sus 51 años, Enrique Reyero ha estado más veces de baja por accidente laboral que por enfermedad. Es en ese epígrafe donde la mutua engloba “las agresiones producidas por usuarios” y él ha sufrido varias. La última, en la estación de metro de Portugalete, “en teoría muy tranquila”, a última hora de la tarde de un viernes. “Dos individuos se habían colado y estaban profiriendo insultos a la supervisora de estación, vejaciones, tocándose los genitales... Les instó a que se fueran, pero uno de ellos, que no estaba sereno, se volvió a colar por otra salida. Entonces nos avisaron para que pudiéramos dar apoyo”, comienza a relatar este vigilante de seguridad, que se desplazó al lugar junto a un compañero. “Le indicamos que así no podía viajar y lo sacamos. Empezó a insultarnos, a golpear la unidad, a intentar pegarnos... Lo sentamos en el banco, le dijimos que se tranquilizara, que saliera un rato hasta que se le pasara y luego viajara tranquilamente. En principio dijo que sí, aflojamos y es cuando me tiró al suelo, al compañero también, intentó arrancar la papelera para lanzárnosla... Al final le tuvimos que tumbar en el suelo, engrilletar y llamar a la Ertzaintza para que se lo llevara”.

En el “percance” –pasa el parte– “el compañero se hizo un esguince de muñeca” y Enrique, “aparte de las contusiones”, se rompió el dedo meñique de la mano derecha. “Me pegó una patada en los genitales, me tiró al suelo y, al caer y apoyar la mano, me lo hice. En el momento no me di cuenta, pero luego ya en frío...”, revive. En frío lleva de baja desde septiembre y ha pasado dos veces por quirófano. “Se me ha complicado. Me operaron, no quedó bien y he perdido la movilidad de la falange distal. Como tenía dolor, me han tenido que volver a operar y meterme un tornillo. Ahora estoy haciendo rehabilitación. Yo ni siquiera estaba en la estación en la que ocurrió”, cuenta con resignación.

Esa es la última vez, pero ha habido más. “Es raro que haya una persona que lleve tantos años trabajando y no le haya ocurrido algo”, dice y esboza su historial. “Con un hombro estuve dos meses. Me empujaron y, al caer, no me lo llegué a romper, pero ya no lo tengo igual. Me dieron una patada en la cara, casi pierdo el ojo, porque tuve reflejos y moví la cabeza, que si no... y daños, tortas”.

A la hora de ir a juicio, los compañeros, que declaran como testigos, y las cámaras de seguridad juegan a su favor, aunque “hay puntos ciegos y, según en qué estaciones, no tienen nitidez”. Sin imágenes, lamenta, “es mi palabra contra la suya y tienen el mismo peso porque no somos agentes de autoridad. De hecho, ha habido compañeros que han sido agredidos y han perdido juicios”, afirma. Los que los han ganado han recibido, en el mejor de los casos, una indemnización. “Algunos han estado un año de baja y han cobrado 10.000 o 12.000 euros porque han tenido roturas y operaciones. Eso si la persona es solvente y la encuentran, porque en otra ocasión estuve un mes y pico de baja y mi compañero, dos meses, y como el agresor era albano y no le pudieron dar la citación, no pasó nada”, recuerda.

A los empujones, patadas y golpes hay que sumar las agresiones verbales. “Lo de amenazar de muerte es muy común y los insultos son constantes, pero no puedes entrar al trapo porque acabarías o desquiciado o muerto. A no ser que ya sea una agresión: Te voy a matar y puedas demostrarlo, porque no es como amenazar a un policía”, matiza.

Ese goteo de faltas de respeto, salpicado de algún puñetazo o puntapié, acaba pasando factura. “Día tras día, te va minando. O psicológicamente eres un poco fuerte o tienes mucha necesidad de trabajar ahí o al final muchos abandonan”, asegura Enrique, para quien “no es normal trabajar con esa presión”. “Es mucha gente, según a qué horas de la noche va de cierta manera y nosotros somos los que pagamos el pato. Siempre estás con esa tensión de no saber cuándo va a saltar la liebre. Nosotros estamos para ayudar a los viajeros, si se caen o necesitan algo, no para que nos peguen, para defendernos o para defender a los supervisores de estación”, se queja.

Por si fuera poco, añade, “no tenemos respaldo jurídico. Es decir, tenemos que esperar a que nos peguen para poder defendernos y, aun así, está la proporcionalidad. Entonces, ni respetados ni protegidos. No es lo mismo agredir a un policía que a tu vecino, las penas no son iguales. Nos duele el bolsillo. Si tú me agredes y te cuesta más o entras con un delito más grave, eso hace que se corra la voz y nos tengan más respeto, que los vigilantes de seguridad somos un trabajador más”, reivindica.

Y, ya puestos, pide “un poco más de plantilla” porque, “aunque en la mayoría de los casos no es necesario emplear la fuerza y la gente tiende a calmarse”, cuando se produce una agresión “tienes que jugártela con una persona o dos como mucho porque no hay tantos compañeros en el metro, mientras que si llamas a la Ertzaintza, te vienen seis u ocho”.

Enfermero

“Se enfadó mucho y pegó un puñetazo a un cristal”

“Te puedo contar mil agresiones durante toda mi trayectoria profesional”. Lo dice un enfermero que lleva catorce años trabajando, primero en un ambulatorio y ahora en atención al paciente de un hospital, y que reconoce que, como hombre, tiene “bastantes menos problemas” que los que pueden sufrir sus compañeras “hablando de faltas de respeto a nivel de género”. Aun así, asegura, “las agresiones psicológicas son constantes. Lo que pasa es que llega un momento en que vas normalizando los insultos y las faltas de respeto que solemos recibir”.

No hay sección en la que estos profesionales sanitarios estén libres de sufrir un encontronazo, sea cual sea el origen del descontento. “No ven mejorar a su familiar y te insultan, desprecian tu trabajo, te dicen que no vales para nada o que eres un inútil. Eso como algo habitual”, relata. También los hay impacientes hasta el punto de perder la educación. “En la misma planta, si tardas en acudir a su llamada, tienen malas formas, hacen aspavientos con los brazos... Al final son diferentes formas de intimidar, a mi entender”, explica.

La última vez que este enfermero se vio inmerso en un incidente de este tipo estaba pasando consulta, a solas, en un ambulatorio. “Vino un paciente, que se coló de todos los demás, y ya entró de una forma muy agresiva verbalmente. Como no le entendía, porque no se expresaba bien, se enfadó mucho y le pegó un puñetazo a un cristal que tenemos para protegernos. Una puerta de cristal, que no sé si es blindada, pero era bastante gorda, casi la rompe también. Eso ha sido lo más agresivo que me ha pasado hace unas semanas”, rememora.

En la sala de espera, afortunadamente, encontró comprensión. “Cuando se da un episodio así la gente que está esperando empatiza al momento. Algunos hasta se fueron del susto, pero los que entraron sí que es verdad que dijeron: Jo, lo que tenéis que aguantar, aunque enseguida se olvida. Al siguiente día es como si no hubiese pasado nada. Vuelve a repetirse otro episodio y seguimos en las mismas”, lamenta.

La pandemia, apunta, no dejó tras de sí la esperada empatía. “Noto a la gente más quemada por el deterioro que se está sufriendo a nivel de asistencia y las listas de espera. Se supone que con el covid íbamos a salir mejores personas y yo veo a la gente más exigente y atacante. Se nota más irritabilidad, la gente está más tensa”, observa. Las oleadas de aplausos se diluyeron. “Es como si hubiésemos perdido la autoridad, si la hemos llegado a tener alguna vez”.