Cinco mantas acurrucan la noche mágica que precipita a la Fiesta del Cordero. Las primeras horas del día más importante del calendario musulmán bostezan curiosas para los ojos de Mina. Ha nevado ligeramente en M’Zik, pueblo colgante y abrupto del Alto Atlas, a dos mil metros de altura. La niña más educada de Marruecos se afana en moldear su primer muñeco de nieve. Se sorprende con la semejanza entre la figura diminuta y una persona a sus cumplidos 16 años. El sol derrite su novedosa obra de arte y ocio caduco. Y lo es aún más: ¡Chof!

La mano de su hermano Younes, de siete primaveras, pone serpentinamente final a toda una espera. Hay que estrenar ropa porque “¡hoy se sacrifica al cordero!”, va proclamando en tamazight (bereber) el pequeño de la familia Azdour, al tiempo que derrapa en zapatillas de casa sobre el agua helada. Restan minutos para la Fiesta del sacrificio, el Ait Al-Adha o Ait El Khebir que este año pandémico se celebró el 31 de julio.

Alrededor de 1.200 millones de personas ofician con mística, devoción y liturgia en todo el mundo su día grande, en recuerdo del cordero que Ibrahim -Abraham- degolló como sacrificio a Alah -Dios- en lugar de a su propio hijo. El islam es la tercera gran religión monoteísta, surgida después del judaísmo y el cristianismo.

Los 400 vecinos de la inclinada pedanía de M’Zik se desperezan con júbilo. Son las 7.00 de la mañana y las llamadas de nombres, entre callejuelas, repiquetean furiosas en los oídos de estos agricultores, muleros, guías de montaña, a los pies del escondido Toubkal (4.167 metros), montaña techo del Norte de África. Toubkal significa para unos creer en la tierra; para otros, la tierra que ruge o que habla, según detallan sus hospitalarios vecinos.

En el amanecer, el vecindario ruge, habla de la tierra en la que cree. Unos bajan hasta el pueblo madre de Imlil, campamento base de servicios, de regateos, de montañeros vigoréxicos y de turistas despistados. En periodo estival también es tierra en la que creen los veraneantes marroquíes que huyen del sofocante y tan caótico como sucio Marrakech, 84 kilómetros imperiales al norte.

Preparación

Las mujeres ordenan las labores de la casa, adecentan como pueden las calles de barro y piedras e intentan que los críos les hagan caso. Hoy hay suerte, baraka. Las horas previas al sacrificio del cordero son de nerviosismo, y niños y niñas se muestran más educados que ayer, que siempre. En casa de los Azdour todos lucen sus mejores galas. Cortan las lustrosas etiquetas y salen a la calle. Younes viste de blanco, a la usanza ancestral. Mina reta a la suerte del cordero con un granate de sangre.

La aguja pequeña del reloj marca el 9 y la grande las 12. Hassan llama a su padre, Mohammed, y toma de la mano al otro hombre de la casa, Younes, su hijo. Juntos se unen con esterillas en mano a la procesión que asciende silenciosa hacia un lugar sagrado en un alto del pueblo. Allí se dan cita para el rezo y cantos un centenar y medio de vecinos. No es lugar para mujeres ni invitados o turistas extranjeros. El año que llueve se resguardan en la mezquita.

Mientras los cánticos reverberan ante el cresterío que lleva a Tachedirt, las mujeres aguardan en el exterior de las austeras viviendas con puertas de forja. Algunas son albergues para montañeros. Mina juega con sus hermanas Nahima, Jadicha, Sahara y con una vasca invitada, hoy ataviada con pañuelo en la cabeza “para hacerles el honor”. Es la única extranjera presente.

Los balidos de corderos y cabras se escuchan por doquier. A los pocos minutos, la accidentada calle principal se convierte en Gran Vía en hora punta. Todo son carreras, gritos de alegría, saludos, empujones cariñosos, besos... Felicidad a la enésima potencia. Infinita.

Dan las diez. La hora de... La hora. De pronto, algo acontece. Todos ríen. El momento de que cada hogar comience con el rito se pospone por un tiempo. A los de la casa de debajo de los Azdour el cordero se les ha escapado. Es el instante perfecto para conocer que el Antiguo Testamento cuenta que el profeta Abraham (Ibrahim para el islam) debía sacrificar a su hijo Isaac (que según el Corán era Ismael) para mostrar su total sumisión a Dios, quien así se lo había ordenado. Sin embargo, en el momento del triste gesto, Alah detuvo su mano y le ordenó sacrificar en su lugar un cordero. En su conmemoración, la festividad tiene lugar al término del peregrinaje anual a La Meca, uno de los rituales que todo buen musulmán debe efectuar al menos una vez en su existencia.

Un joven regresa con el cordero fugado. Todos entran a sus casas, a las terrazas soleadas. A Hassan y Mohammed Azdour les echa una mano para el degüello su vecino Ali. Este joven vive en Tolosa y cuelga una camiseta abertzale que reza Amnistía entre su colada puesta al sol. Rezuman entusiasmo, dosis continuas de adrenalina. Toda la familia ayuda, incluso la recién nacida, Salma, cuelga de la espalda de su abuela Erkia ante la cabra.

La protagonista cornuda, “una de las grandes” -se enorgullece Hassan-, ha costado 3.000 dirhams (300 euros). El simpático guía de montaña explica que es “de las caras” en una comarca humilde, donde el jornal mensual no llega a los 100 euros limpios. Desde marzo no ha entrado dinero a sus hogares por la pandemia del coronavirus. Sobreviven, pero no hay momento en la Fiesta del cordero para las cuitas.

Tras cortar la cabeza del animal, Younes reaparece con sal gorda para echar al agua de la manguera. El fin: disolver la sangre que fluye a borbotones, cruda. Ali regresa con su familia y Mohammed introduce una varilla por la piel del animal y sopla. Consigue despegar partes del cordero. A ritmo continuo y mientras Erkia, Younes, Nadia y Mina limpian el solar, la cabra queda al desnudo. ¡La alegría se desata!

Los Azdour se juntan en la cocina. Los niños comen la lengua del animal cruda y aún humeante, y los mayores preparan brochetas con el hígado. Regadas con el omnipresente té a la menta, hablan de los familiares que van a recibir y a quiénes van a ir a visitar.

Por la tarde, tras una comida con dulces cocinados para la ocasión, los hombres -sobre todo jóvenes- van cantando casa por casa a pedir las pieles del cordero o la cabra sacrificados. Los trofeos se bajan a Imlil, a escasa media hora andando. El sastre los espera.

Las visitas familiares cumplen su agenda. La familia de Marrakech llega al hogar de los Azdour. La oscuridad se echa encima. El frío regresa y cinco pesadas mantas, de nuevo, dan las buenas noches en el Parque Nacional del Toubkal.

El cansancio hace caer rendidos a los más pequeños. Sin embargo, una palabra se repite antes de calentar la almohada: “¡Belmoun!”. A ese grito se despiertan bien temprano. Júbilo y temor son uno. El estruendo es total. Críos y adolescentes corren. Y, de pronto, el cordero se hace hombre. Aparecen cuatro hombres de las pieles. Son Belmoun, ser bípedo con cabeza de cabra y pieles aún sangrientas de los corderos sacrificados. Es un honor para quien las viste.

Esta tradición ya queda impresa en escritos del siglo XIX. “Cuando era crío, ni salíamos de casa. El miedo era tremendo”, enfatiza Hassan, mientras corren desaforadamente tras los jóvenes por los lugares más inesperados y peligrosos. La costumbre se repetirá en días venideros con Belmoun cambiando de identidad. El vecindario, a cambio, prepara a estos voluntarios un baño en el hamman de Imlil. El fuego para la sauna lo hacen con ramas nacidas en la tierra en la que creen.