El mismo día que Lionel Messi se despedía del FC Barcelona entre lágrimas porque no ha sido posible -qué cosas tiene la vida- rebajarse el sueldo de 70 millones de euros para seguir siendo culé, Abdoulaye Coulibaly fallecía ahogado en el Bidasoa tratando de llegar a Nantes (Francia) para lograr una vida mejor que la que dejaba, cuatro años atrás, en su Guinea Ecuatorial. Hemos tardado tres días en saber cómo se llamaba este migrante que sólo contaba con 18 años, mientras, fieles al buen espíritu futbolístico, hemos seguido minuto y resultado de la marcha de la nueva estrella del Paris Saint Germain por 40 millones de euros. Qué quieren que les diga. La conciencia debería no dejarnos dormir o, por lo menos, invitarnos a reflexionar sobre cómo es la sociedad que estamos construyendo, donde nos importan más las lágrimas de quien es un privilegiado y vive con lujos que no somos capaces ni imaginar y pasamos de refilón -sin pañuelo en mano- por la historia de un chaval del que no se sabe ni cómo inició su camino para llegar en patera a Gran Canaria. Permítanme no lamentar la marcha de Messi y sí la muerte de Abdoulaye Coulibaly y que estas líneas sirvan para recordarle, aunque sólo sea mientras yo escribo y ustedes leen. Descanse en paz.