acío como está nuestro amado templo del cortado mañanero, hoy los pocos habituales que nos hemos quedado en Vitoria habremos empezado el día con el bizcocho casero para mojar en el café que todos los años el 5 de agosto nos prepara el becario en ausencia de nuestro querido escanciador. Hace tiempo, varios de los viejillos solían ir al Rosario y luego se venían al local para rematar la jugada con el desayuno de los campeones. Aquellos años, ya saben, 2019 y eso. Así que en los últimos días nos ha entrado la nostálgica, y no hacemos más que contarnos unos a otros batallitas festivas, que en la mayoría de los casos terminan con alguien o con un pedo como un general o haciendo alguna maldad. Yo podría contar unas cuantas (sobre todo de las primeras), porque pecadillos ha habido y espero que los vuelva a haber, pero estos días me acuerdo del primer crío que tuvimos pululando por la cuadrilla, de aquellas fiestas en las que su aita y yo nos subimos a Falerina para darle el biberón de la merienda y se nos acercaron todas las neskas del lugar. Hoy, en plena adolescencia, él debería estar empezando a acumular esas anécdotas que repetirá mil veces, esos aprendizajes de fiestas, esas vivencias que son necesarias. Pero no puede. Otro año más, no puede.