fronto el fin de semana con una sensación agridulce. Es indudable que la felicidad me colma al saberme en posesión de un sábado y un domingo diseñados para llevar a cabo mil planes maravillosos y, sin embargo, esparcido en mi sofá, me acabo de dar cuenta de que mi listado de opciones se ha quedado reducida a vegetar en mi sala de estar, acompañado por la televisión y los libros pendientes. Entre las restricciones por el coronavirus, y el tiempo del otoño gasteiztarra que, al parecer, a regresado con pasión por la senda por la que acostumbraba históricamente, me temo que voy a enclaustrarme como un cartujo durante horas. Y no me entiendan mal, que después de aguantar cinco días de trabajo como parte del mobiliario de la redacción en la que vivo, el estado reposante se me antoja el ideal para tratar de regresar al equilibrio que merece el cuerpo humano, aunque con eso se favorezca la aparición de múltiples llagas en la espalda. Lo que ocurre es que, ahora más que nunca, tener vetados ciertos recorridos y costumbres para evitar azuzar al bicho agita las ansias por regresar a ese pasado glorioso en el que uno malgastaba el tiempo mirando el mundo desde una barra de bar y ansiaba la llegada de los días de asueto para no levantarse del sofá .