ún estoy rumiando las imágenes. En ellas, un grupo amplio de personas arremete contra la Ertzain-tza, contra escaparates y contra la fachada del Parlamento Vasco para protestar, al parecer, por las medidas restrictivas impuestas para intentar evitar la propagación del coronavirus. Independientemente de lo que uno piense de los dirigentes que nos han tocado en suerte o en desgracia y de su capacidad para tomar decisiones atinadas, lo de ayer me crispa especialmente, entre otras cosas, porque confirma con pelos y señales mis sospechas sobre la humanidad, en la que anidan los virus más mortales descubiertos hasta la fecha y que responden a los nombre de ignorancia e inconsciencia. Sí, ya sé que no soy nadie a la hora de sentar cátedra ética, pero entenderán que me enerve, incluso que gesticule y dé bufidos, cuando asoma esa parte de la sociedad de la que ha salido el germen de la mayor parte de las desgracias que ha provocado la humanidad. Parece que vienen mal dadas, y no sólo por el espectáculo dado al anochecer por cuatro y el del tambor, todos aquejados por la falta de riego sanguíneo galopante en sus cerebros, sino porque a la mínima, con un poco de mala suerte, su falta de seso se extenderá como una pandemia. Y esa será imposible de tratar.