l informe que la Fiscalía del Tribunal Supremo ha enviado a Suiza respecto a la fortuna que el rey emérito Juan Carlos I tiene presuntamente oculta en paraísos fiscales es lo suficientemente grave, rotundo y categórico como para generar alarma social por cuanto retrata al anterior jefe del Estado como un verdadero comisionista internacional. De hecho, el Ministerio Público señala que dispone de “elementos indiciarios de que los fondos millonarios” sobre los que se centran las pesquisas tienen “procedencia ilícita”. La investigación abierta apunta ya a cuatro delitos, como blanqueo de capitales, contra la Hacienda pública, cohecho y tráfico de influencias. Delitos ya de por sí gravísimos, pero acrecentados aún más por el cargo y la figura de quien ha ostentado el máximo papel en la representación del Estado, a quien debe suponerse y exigirse un comportamiento ejemplar en todas las facetas. Por ello, los hechos deben ser rigurosamente investigados hasta el final, enjuiciados, en su caso, y llevados hasta las últimas consecuencias. Es lo que se espera y se exige de un Estado democrático. Lo contrario -es decir, ahondar en la impunidad con la que ha actuado durante décadas la Casa Real española- sería, además de escandaloso, un fraude en términos democráticos y de justicia. Las investigaciones judiciales abiertas sobre el emérito en Suiza, Gran Bretaña y el Estado español y su huida a Abu Dabi hace ya más de un año están, a medida que se van filtrando informaciones sobre sus maniobras y corruptelas, indignando cada vez más a la opinión pública, que no puede comprender la opacidad y la poco responsable indulgencia con la que históricamente se han tratado los asuntos referidos al anterior -y también al actual- monarca, así como su inviolabilidad. La debilidad de la Monarquía bebe directamente de las actuaciones de sus máximos representantes, lejos de la función de punto de encuentro que pretende otorgarse a la institución. Y bebe igualmente del manoseo del acuerdo constitucional, interpretado siempre en sentido limitativo que lastra el desarrollo de un Estado descentralizado y plurinacional propio del texto pactado y anulado por la vía de los hechos. La Corona es un mecanismo, no un bien a preservar en sí mismo. Su legitimidad entra en cuestión si su integridad exige un blindaje de impunidad incompatible con un sistema plenamente democrático.