acudidos todavía por la indignación derivada de ver cómo se cosifica a las personas, cómo se califica soezmente de invasión y de atentado a la integridad territorial la llegada desesperada de personas provenientes en este reciente caso de Marruecos, debemos preguntarnos hasta cuándo podemos seguir soportando tanta hipocresía.

Tal y como acertadamente ha señalado David Trueba, hay que tratar de comprender la desigualdad que empuja a las personas a la migración económica. Mientras persistan estas condiciones, y en un mundo hiperconectado, la emigración va a ser el gran asunto del tiempo, como lo ha sido a lo largo de la historia de la humanidad, en la que el deseo individual de prosperar ha sido una clave fundamental del avance colectivo.

Los países llamados "desarrollados" acogemos la mano de obra que necesitamos para seguir creciendo económicamente pese al envejecimiento de su población. Se echa de menos una ambiciosa mirada común para salvar la cara de un asunto que dentro de unas décadas retratará la vergüenza del tiempo que vivimos de manera similar a lo que significa el esclavismo, el colonialismo o el sometimiento de la mujer en el juicio que hacemos de los tiempos pasados.

Dignidad, respeto y protección de los Derechos Humanos, solidaridad, empatía hacia quien sufre persecución y miseria, generosidad y salvaguarda del humanismo que inspiró el proyecto europeo. Son valores que deberían estar en el frontispicio del proyecto europeo y que impulsaron el esfuerzo de los creadores de Europa hace ya 64 años.

Sin embargo, y ante el obsceno ejercicio de cicatería social al que estamos asistiendo por parte de los dirigentes europeos, cabe preguntarse dónde queda el proyecto de paz y de anclaje de la política en torno a los derechos fundamentales que representó nuestra Unión Europea.

Como europeos no podemos mirar a otro lado. No podemos permanecer ajenos a este drama humano, no podemos asistir impasibles ante esta ausencia de principios éticos mínimos que representa cosificar como mercancía a cada una de estas personas que huyen buscando asilo y refugio.

La solución no pasa por elevar muros y vallas metálicas cada vez más altas, muros infames del silencio que se alzan, aparentemente poderosos pero en realidad débiles e ingratos entre mundos y sociedades cada vez más distantes y alejadas de la necesaria convivencia en paz. Hablamos de tolerancia y de diálogo intercultural, y sin embargo se levantan nuevas murallas que separan más de lo que supuestamente protegen.

¿Cómo reacciona Europa ante la crisis derivada de un número tan enorme de inmigrantes y refugiados? Estamos ante un proceso que ha dejado de ser un fenómeno coyuntural o pasajero y que demanda a los gobiernos, a las instituciones europeas y a nosotros mismos, a los ciudadanos, respuestas a la altura del desafío humanitario, social y económico que representa.

En lugar de buscar una política común y coordinada, solidaria y centrada en la persona, Europa demora la respuesta y huye de todo umbral de decencia ética al dedicarse a reforzar Frontex, la Agencia Europea encargada de la vigilancia de sus fronteras externas, creada para "combatir", enfoque militar que parece suponer que enfrente tenemos a un ejército externo invasor, y alude así al flujo de refugiados e inmigrantes que la "amenazan".

Europa, capaz de ponerse de acuerdo para restablecer equilibrios entre sociedades tan heterogéneas como las que integramos los 27 Estados, deviene ahora incapaz de encontrar una solución conjunta para personas que buscan un lugar de acogida donde poder sobrevivir, trabajar e integrarse. ¿Quién debe ejercer el liderazgo moral que permita volver a creer en una Europa inspirada en valores ahora hibernados o desvirtuados?

¿Cuándo adoptará el Consejo Europeo una decisión sobre la migración y asumirá su responsabilidad? Debemos remover nuestras conciencias y ser capaces entre todos de dar una respuesta cívica, solidaria y humanista a esta grave situación, un terrible exponente de un problema que nos concierne e interpela a todos.