A las seis de la tarde se nos aparecerá por primera vez en la plaza de la Virgen Blanca el quinto Celedón, Iñaki Kerejazu, sabedor de que ejercerá justo hasta 2028. Cualquiera puede imaginarse la excitación del ya Celedón Txiki allá en 2004 aun sin estar en sus abarcas, más en su condición de fiestero profesor como acérrimo blusa de Hegotarrak y DJ ocasional.
Menos previsibles las emociones de Gorka Ortiz de Urbina, que 24 años después contemplará como espectador la bajada de otro entrañable aldeano de Zalduondo. Hoy más que nunca, larga vida a una liturgia datada en 1957, desde 1970 en su actual ubicación.
Así se puede inferir por la creciente pujanza de las 30 cuadrillas de blusas y neskas que ya aglutinan a 8.000 personas y con una tendencia reseñable a la paridad. Ellos y ellas se erigen en el alma de la fiesta por su querencia irrefrenable al jolgorio sin deserciones antes de tiempo, rumbo mayormente al Mediterráneo.
En el marco de un programa edificado sobre la música que combina conciertos de artistas consolidados y locales, en castellano y euskera, con orquestas de postín y verbenas en hasta en seis espacios incluyendo las txosnas. Variedad aderezada con el folklore vasco de trikitixas y bertsos, txistus y gaitas, txarangas y fanfarres, más la sesión diaria de la Banda Municipal en la Florida. Y con el corolario del compendio infantil de gigantes y cabezudos, minidisco y circo, títeres y teatro, feria y toro de fuego, compatible con el rincón del humor ya para afluencia adulta. Una variada oferta que siempre podría mejorarse aunque la pregunta nada retórica estriba en a qué coste, si bien seguro que programa suficiente tratándose de una fiesta popular que gravita sobre los actos religiosos y las actividades lúdicas en la calle.
A dejarse pues imbuir por la alegría de vivir, con la determinación de aparcar ocupaciones y más aún las preocupaciones, y por el gozo de convivir en una coyuntura de exaltación de la amistad en deglución de ricas viandas e inverosímiles brebajes. Rememorando pasajes de nuestra existencia que conforman nuestra memoria más feliz y nos recuerdan cómo y con quiénes hemos llegado hasta aquí.
Tal catarsis emocional debe incardinarse en un divertimento sano y compartido desde la corresponsabilidad para con unas fiestas que como escaparate de Vitoria-Gasteiz tienen que potenciar sus valores intrínsecos de destino sugerente, por amigable y seguro. Esa impronta de acogedora apertura resulta antagónica con comportamientos incívicos y no digamos ya agresivos en cualquiera de sus graduaciones, en particular contra las mujeres y el colectivo LGTBi+.
Las fiestas de La Blanca constituyen una zona libre de violencias y esa conciencia colectiva no puede diluirse ni en el contexto de jarana máxima, propicio también para un latrocinio en forma de hurtos ante el que igualmente hay que mantenerse alerta. Con la prudencia indispensable, precipitémonos a las 127 horas de fiesta ininterrumpida que inundan la ciudad de alegría omnipresente más allá de ideologías y sentimientos de pertenencia. Gora Celedón y que vivan ustedes.