Ana Obregón ha sido madre a sus 68 años. Lejos de ser un milagro de la naturaleza, lo ha conseguido gracias a una gestación subrogada, o la denominación pomposa que se le da a pagar a una mujer por gestar a un bebé y entregárselo a la persona compradora inmediatamente después de dar a luz. El asunto ha levantado ampollas en el feminismo clásico, que lo considera un maltrato hacia aquellas mujeres que se prestan a esta práctica empujadas por una situación económica vulnerable. Y también ha servido para poner de relieve aquellos casos de mujeres que han sido discriminadas por la sanidad pública, sacándolas de interminables listas de espera para un tratamiento de fertilidad porque, llegado su turno, superaban los 40 años. O de aquellas parejas del mismo sexo que no cumplían con las condiciones para una adopción. Es un asunto tan complejo que reducirlo a una sola conclusión sería injusto para cualquiera de las partes implicadas. Pero me sorprende que casi nadie haya analizado la otra parte, la de la señora de 68 años que tiene en sus manos la vida de una recién nacida. Una mujer que dice que ya no volverá a estar sola, que ha perdido a un hijo y a sus padres en poco tiempo. Que, se especula, podría haber usado el semen de ese hijo fallecido para la gestación, lo que le convertiría en madre y abuela. En fin, un cacao personal que repercute, directamente, en la vida de una pequeña criatura. Quizá a Ana le hubiera venido mejor una buena terapia que pagar por traer al mundo a una niña. Quizá sea muy capaz de ocuparse de ella o, al menos, tiene capital suficiente para pagar a quienes lo hagan. Yo pienso en el futuro de esa pequeña que ya ha sido portada de revista del corazón con apenas un día de vida. Quién jugará con ella, con cuántos años se quedará huérfana… A veces, es injusto no poder cumplir nuestros deseos. Y, a veces, también lo es poder hacerlo.