¿Tiene límite el juego sucio en política? A tenor del último movimiento del Partido Popular, no. El nuevo blanco no es Pedro Sánchez, sino su fallecido suegro, a quien se le atribuye la gestión de “prostíbulos” en los años ochenta. En realidad, eran saunas con licencias en regla, sin causas judiciales ni sombras legales. Pero el término elegido no es casual. Tiene carga moral, busca manchar por asociación, sugerir que quien tolera tal entorno familiar no puede ser un gobernante digno. Y así, sin pudor, se lanza el bulo, se extiende el rumor y se construye el fango. No sorprende tanto el ataque como la desmemoria. Porque quienes hoy claman contra los negocios del suegro de Sánchez son los mismos que ayer pedían respeto para el hermano de Ayuso y el ya célebre novio de la presidenta madrileña. Entonces, hablar del entorno personal era una bajeza intolerable. Hoy, una obligación ética. ¿Dónde quedó la coherencia? ¿O es que la decencia se aplica con carné de partido? El doble rasero se ha instalado como rutina. Si es mi familia, no se toca. Si es la tuya, barra libre. Y lo peor no es el cinismo, sino la eficacia con que este método funciona en ciertos sectores mediáticos, encantados con el barro siempre que salpique al otro. No hay proyecto, no hay ideas, pero sí una estrategia: ensuciar, desgastar, repetir. Se está consolidando una lógica perversa: cuanto menos se puede criticar al rival en lo político, más se le ataca en lo personal. Y cuando esa frontera se cruza, es muy difícil volver atrás. Hoy es un suegro. Mañana será una hija, un amigo, un compañero de colegio. Todo vale si ayuda a erosionar. Todo sirve si da para un tuit, un titular o una bronca parlamentaria. Mientras tanto, Feijóo mira hacia otro lado, atrapado entre su pose de moderado y el ruido que generan sus portavoces.
Pero quien tolera el lodazal termina dentro. La política convertida en reality show es rentable a corto plazo. A largo, deja un erial donde ni la democracia puede crecer.