. En este lema, el asmoz eta jakitez puede ser entendido como expresión de dominio de la dinámica del tiempo que un sujeto político de pequeño tamaño -nuestro propio pueblo- debería adquirir para poder vencer a los grandes desafíos y desafiantes que debe enfrentar para poder continuar su desarrollo histórico. Así, Jakite es el saber o conocimiento acumulado, que proviene del aprendizaje de la experiencia y que se ha transmitido, sin fosilizarse, hasta el presente. Por su parte, Asmo es plan y propósito, provisiones que se proyectan hacia el futuro. Necesitamos manejar ambas dimensiones, que nos dotan de memoria y orientación colectivas, necesarias para articular un relato sólido de comunidad.
Hay dos líneas políticas rivales que, apelando a los vascos, han confrontado desde los años 60 del siglo pasado. Han dejado la experiencia constructiva del Auzolan (que el Gobierno Vasco ha adoptado como signo de identidad) y el trágico escarmiento derivado de la Matxinada. Es indudable que todavía vivimos bajo el influjo de esa contradicción. Para cerrar el ciclo histórico, se está haciendo una revisión crítica deslegitimadora de la violencia injustamente causada. Pero, deslegitimar la actuación del antagonista violento es claramente insuficiente. Ante el terrorismo como negación, no resulta del todo satisfactorio quedarse en la clásica posición dialéctica de negar la negación. Son muchos los que vivieron aquel escenario de manera muy diferente, con un espíritu pacífico y reconstructivo.
“Hay que mirar de frente a los acontecimientos, con doctrinas positivas y no negativas... a una doctrina es menester oponer otra, a unos resultados prácticos, otros”, decía el lehendakari Agirre. Indudablemente, necesitamos una revisión crítica de ese pasado reciente que todavía nos influye y del que hemos participado activamente, revisión que adquiere una gran proyección patriótica y es absolutamente necesaria para el afrontamiento del futuro. Ahí se sitúa la gran potencialidad del Auzolan, que es la mejor representación de la fusión entre el espíritu histórico y el aliento de vitalidad renovadora que nos fueron vitales en el pasado reciente y que también son necesarios para poder afrontar todo lo que nos requiere el mundo que viene. Revisitar la época es imprescindible para buscar la mejor inspiración para el herrigintza moderno. Sin duda, una de las mejores formulaciones de lo que buscamos lo podemos hallar en los textos de Arizmendiarrieta.
Al contrario que lo que sucede a otros sistemas de pensamiento, las reflexiones y planeamientos de Arizmendiarrieta han adquirido su mayor realce al comprobarse el éxito que en el desarrollo práctico han tenido, y la solidez que a largo plazo ha mostrado la experiencia empresarial que se originó a partir de aquellos. Sin embargo, en medio del agitado clima de los 60 y 70 del XX, no eran pocos los participantes en el movimiento cooperativo en los que se podría percibir un cierto acomplejamiento.
La propagación de una idea de revolución que debía ser “universal, total, instantánea y avasalladora”, y que fascinaba a muchos vascos, parecía empequeñecer el compromiso completo y diario por el que habían optado los integrantes de aquella experiencia de cooperación. Arizmendiarrieta consideró oportuno recordar que una de las contrapartidas que conllevaría esa fascinante revolución era la hipoteca de la libertad, un efecto que sería contradictorio con el espíritu secular vasco y que, de acuerdo con sus propias palabras, “significaría que somos capaces de vivir sin dignidad”. Ante el encantamiento de los discursos que propugnaban la revolución como un acontecimiento insurreccional de carácter milagroso, concluyó que “los cooperativistas hemos sabido estar a la altura de nuestros planes y propósitos, con realidades más que con palabras que se lleva el viento”. Algo que, con el paso del tiempo, adquiere la solemnidad de una sentencia confirmada por la propia historia.
En aquella época, se vivía bajo una atmósfera excitada por “las campanas de agonía de un pueblo viejo” que convocaban a una liberación instantánea, por referirnos al lamento que Xabier Lete expresó en su poema Nik ez dut amets haundirik. Arizmendiarrieta también dio cuenta de ese clima en muchos de sus textos para Lankide. Era el periodo en el que explotó el volcán ideológico, denominado así por Bernardo Estornes. En los sectores más inflamados por ese ambiente se apoyó la fuerte corriente política que decía no contemplar otro remedio que la insurrección (Matxinada), sustentada en las armas. En medio de tal excitación revolucionaria, ETA y sus diferentes ramificaciones desplegaron una gran actividad.
A pesar de los que querían arrastrar a los vascos a una insurrección de masas, la opción de la mayoría social fue otra diferente. El resurgimiento social originado a partir de la segunda mitad de los años 50 del siglo pasado siguió creciendo y expandiéndose, a través de una miríada de Auzolanes desplegados desde la sociedad civil, tanto en el ámbito cultural y educativo como en el económico-empresarial.
Los puntos de intersección entre ambas tendencias existían, algo inevitable en el escenario de una sociedad de pequeña escala. Pero, el choque entre las dos era muy frecuente, puesto que partían de fundamentos teóricos y prácticos abiertamente contradictorios. La estrategia revolucionaria de los primeros se sostenía en una pequeña vanguardia consciente y organizada que, ubicada al margen de las masas populares, aspiraba a organizarlas y dirigirlas para sacarlas de su condición alienada. El pueblo sería, en consecuencia, una mera creación de la élite dirigente y de sus estructuras instrumentales.
La violencia como último recurso no dejaba de ser el corolario que deriva de esta visión mesiánica. Bajo esta concepción, se ocultaba una gran desconfianza en las facultades de la persona, a la que se presentaba como si fuera un ser incapaz de asumir responsabilidades en el proceso de su propia emancipación, debiendo someterse por ello a la tutela y conducción de minorías ilustradas.
Por fortuna, el planteamiento en el que enraizó el resurgimiento vasco fue otro radicalmente diferente, y se fundamentó en la plena confianza en la potencialidad y energía social que son características inherentes a personas y comunidades activas. Arizmendiarrieta sostenía que “en la entraña del estado de conciencia prevalente en la comunidad existe mayor potencial de iniciativa y responsabilidad aprovechable que la que tendemos a reconocer” ..., potencial que “fluye de la idiosincrasia de nuestro pueblo y se anida en lo más entrañable de sus hombres”. Aquí reside el fundamento principal de la concepción vasca del burujabetza, sin el que es imposible sostener ningún modelo o estructura que pueda tenerse por burujabe. No caben vanguardias tuteladoras para esta concepción de la dinámica social, son las propias personas las que, en el marco de acción de la comunidad a la que pertenecen, las que seleccionan democráticamente a sus líderes y dirigentes. Incluso bajo la dictadura, personas asociadas y comprometidas para el trabajo/acción pueden hacer casi todo lo que se propongan. Con este impulso, un pueblo en marcha desbordó y ridiculizó al régimen dictatorial.
La diferencia entre las dos tendencias es clara: la desconfianza (el pesimismo radical, diría Mounier) de las élites revolucionarias ante la capacidad de agencia de las personas frente a los que no dejaron de confiar en la responsabilidad y la disposición humanas para comprometerse en la acción cooperativa. Arizmendiarrieta no dejó de subrayar en diversas ocasiones esta distinción, que es seguramente la más importante de cuántas diferencian a las dos tendencias aludidas, y apeló siempre al arraigo de la segunda en el que llama repetidamente espíritu secular vasco. l
* Analista