a situación bélica en Europa Oriental nos devuelve a uno de esos tramos del río de la Historia en los que el flujo de aguas tranquilas llega a una zona de rápidos. Rememoremos lo que sucedió hace un siglo, con la crisis de 1914, la depresión económica del 29, las dificultades del período de entreguerras y el tsunami totalitario de los años 30. Lo que sucede en una nación como Ucrania, tan lejana y hasta ahora desfocalizada de nuestra atención, tiene enormes repercusiones en el tablero geopolítico mundial. Y también en nuestra factura del gas. Ahí es donde empezamos a entender lo que acontece en un mundo globalizado: la estrecha interdependencia entre las fuerzas de la política, la economía, la cultura y la religión. Lo que sucede en el ancho mundo repercute en el barrio en que vivimos. Y seguramente también al revés, por aquello del efecto mariposa y la teoría del caos.
Con los avatares de la guerra y su reflejo en medios y redes sociales, espontáneo, emocional, estridente, perdemos de vista otras constelaciones de problemas que también afectan a nuestro modelo de sociedad. Y no se trata precisamente de dificultades aisladas, sino de estados sistémicos de inabarcable complejidad que se ven afectados por la marcha de los acontecimientos militares, la crisis humanitaria, las violaciones de la legalidad internacional y los cambios en las relaciones de poder entre estados o alianzas regionales. Uno de los grandes temas eclipsados por la crisis ucraniana es la evolución del mundo islámico en el siglo XXI. Últimamente los medios hablan poco del tema. Una elipsis informativa que deberíamos corregir a la mayor urgencia, tanto por su intrínseco interés como por la medida en que a nosotros mismos nos incumbe.
Mirando mapas se entienden muchas cosas. Existe una vasta franja de territorio extendida desde la costa atlántica de Marruecos hasta los manglares de Filipinas: una treintena de países que, por encima de sus diversidades geográficas y económicas presentan el denominador común de que su historia se ha visto condicionada por una fe religiosa que influye en todos los aspectos de la vida, desde los hábitos alimentarios hasta la organización del estado. Desde todas esas naciones, que en su mayoría han logrado su independencia en época reciente como consecuencia de la descolonización, acuden nutridos flujos migratorios con destino a Occidente. La integración de estos colectivos en las sociedades de acogida supone un desafío de dimensiones históricas a todos los niveles: político, organizativo y de impacto cultural. También establece un canal de transmisión para los conflictos derivados de una diferencia brutal en los niveles de desarrollo y otros problemas. Todo ello pone a prueba la capacidad de los países de destino para admitir corrientes migratorias masivas sin poner en peligro la estabilidad de su estructura social y sus ordenamientos legales.
Inevitablemente, la situación de países como Ucrania, Rusia y otros a los que las hostilidades afectan —como Bulgaria, Polonia, Kazajstán o Turquía— repercute sobre la estabilidad del Oriente Medio. A pocos cientos de kilómetros de distancia de Mariúpol o Jarkiw, el Estado Islámico sigue en pie de guerra contra el infiel y campando por sus respetos. Es ingenuo suponer que los acontecimientos bélicos en Europa Oriental no van a ser interpretados en clave de oportunidad. En cualquier momento el islamismo radical podría iniciar una nueva ofensiva global que capitalice los éxitos ya logrados por los talibanes en Afganistán. A medio plazo, las consecuencias se harían notar en Europa, en forma de una reactivación de células de reclutamiento, mayor presencia de clérigos fundamentalistas en las mezquitas, segregación urbana, fraude fiscal y nuevas polémicas en torno a cuestiones como el velo, los comedores escolares o la libertad de expresión en materia religiosa.
¿Estamos preparados para hacer frente a la crisis? Desde el punto de vista organizativo y de los medios materiales, probablemente sí, pese a las restricciones presupuestarias. Otro asunto es la capacidad de las élites y el liderazgo político. Los mediocres resultados en la gestión de la pandemia del covid-19 -o, más recientemente, la falta de una respuesta eficaz ante la agresión rusa en Ucrania- no son que se diga una mejor publicidad para la marca Europa. La integración de colectivos migratorios, como otras cuestiones de relevancia sistémica, requieren instrumentos resilientes, eficaces, de probada calidad operativa. Y también un alto estándar de coherencia con los principios del estado de Derecho, una conciencia ciudadana nítida y sin fisuras, no abotargada por ambigüedades éticas, demagogias o los efectos idiotizantes de la moderna cultura de masas. Se necesitan pueblos con buena formación y que una clase política que de la talla. Solo así se podrá culminar con éxito el proceso de integración. Cuanto antes se tome conciencia de estas necesidades, en mejores condiciones estaremos de dar una respuesta satisfactoria al mayor reto del siglo XXI. l
* Analista