estas alturas del vodevil sobre el que han corrido ríos de tinta y atorado micrófonos lo único que queda por aclarar es lo más importante: si hubo trato de favor o no a Tomás Díaz Ayuso, hermano de la princesa de la libertad, en su gestión de traer mascarillas desde la mismísima China. La respuesta vendrá de la justicia, dejando al margen filias, fobias, puñaladas, disimulos y vanidades que abonan el campo de la política. Como esta suele ser lenta, para entonces el Partido Popular habrá sufrido un calvario, y su actual líder puede haber dejado de serlo. Nada nuevo bajo el sol.
Konrad Adenauer, que fue un político de verdad, lo resumió magistralmente: “Hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido”. Hay pocas frases que plasmen tan nítidamente a lo que puede llegar la miseria política en algunos casos. El fuego amigo es responsable de cientos de batallas pérdidas a lo largo de la historia. También tiene la mala costumbre de dejar sin cubrir los cadáveres abandonados en mitad del camino.
Que en el Partido Popular había dos trincheras estaba meridianamente claro para cualquier ciudadano y ciudadana que se asome de vez en cuando por los medios de comunicación. Que todo el arsenal haya explotado después de las elecciones autonómicas de Castilla y León, en las que ha ganado con victoria amarga el Partido Popular, tampoco era imposible de predecir. Pero que sus dirigentes se hiciesen un harakiri en directo, no estaba al alcance de ninguna imaginación por calenturienta que fuese.
Si algo puede decirse de los principales actores de esta mala comedia es su escaso nivel político. Casado, García Egea, y Díaz Ayuso son genuinos representantes, tampoco son los únicos, los hay en todos los partidos, de lo que el sociólogo polaco, Zygmunto Bauman, define como política líquida. Es decir, aquella en la que las declaraciones se quedan viejas en cuestión de minutos; las denuncias no se hacen en base a datos objetivos, sino en sentimientos o incluso rivalidades personales; las ruedas de prensa se hacen sin posibilidad de preguntar, y las declaraciones de los dirigentes no importan mucho si el croma de la imagen es suficientemente atractivo. Lo malo es que esta viscosidad no solo ha salpicado, sino que viene arrastrando también al periodismo por un sinfín de ciénagas.
Políticos como Boris Johnson, Bolsonaro, o Trump lo saben muy bien. La mentira no es tal; es solo una verdad alternativa. Cuando Boris Johnson afirmaba que el Reino Unido contribuía a la Unión Europa con 350 millones de libras a la semana, en una campaña electoral plagada de mentiras, era una simple fabulación. Sin embargo, en el imaginario de los británicos ha quedado fijado que eran ellos los que pagaban las cuentas más cargadas de los innecesarios burócratas europeos. Es lo que se llama posverdad, es decir: “La distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias, con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”, según el Diccionario de la RAE.
También aquí, un lejano 11 de marzo de 2004, se puso en práctica la posverdad, cuando todo el gobierno de José María Aznar, juraba y perjuraba, que las bombas que causaron 193 muertos y más de 2000 heridos en Madrid eran obra de ETA. A pesar de tener claras evidencias de no ser así, el Gobierno de entonces insistió en ello llamando incluso a los embajadores y agregados de prensa para convencerles de la autoría de la banda. Tres días más tarde, el Gobierno del Partido Popular perdió las elecciones cuando se descubrió la verdad. Por eso es ahora sorprendente que Esperanza Aguirre se escandalice de la política que hacen los cachorros a los que ella misma amamantó y de los que hasta hace poco se sentía tan orgullosa.
Resulta que la posverdad se ha extendido como una plaga y que ha tenido un efecto multiplicador gracias a las redes sociales. Lo más peligroso de todo este desatino no es que la posverdad no tenga una base factual, sino la defensa que hacen de ella sus valedores con el argumento de que en democracia todas las ideas y opiniones merecen el mismo respeto. En una misma tacada se puede argumentar que fulanito ha robado mucho, ha robado poco, o que su comportamiento no ha sido ejemplarizante.
Apenas existen diferencias entre Isabel Díaz Ayuso y los próceres de su partido. Todos son seguidores de Groucho Marx: estos son mis principios y si no les gustan tengo otras, es su resumen ideológico. La posverdad les une: ya sea en las granjas, en los hospitales, o en la cri?tica a los contubernios comunistas-separatistas. Miguel Ángel Rodríguez, el agitado y astuto urdidor de la comunicación de Díaz Ayuso que ella misma eligió, es un experto en estas artes del que el relato mate al dato. No me extrañaría que fuese él el único ganador de esta pelea caníbal en la que solo quedará uno de los contendientes.
Ahora que las sagradas certezas totalitarias de la política de otros tiempos han desaparecido, todo parece ser relativo. Tan relativo como para considerar a algunos toscos, pero ambiciosos dirigentes como estrellas de la política; a pesar de la escasa y viscosa luz con la que nos alumbran. * Periodista