os demócratas progresistas norteamericanos quieren que lo que se ha denominado “una propuesta única en una generación” tenga un alcance aún más ambicioso. Los demócratas moderados de la Cámara de Representantes se muestran escépticos a la hora de votar a favor de aumentos de impuestos a las corporaciones. Y la mayoría de los republicanos simplemente se oponen a cualquier subida de impuestos a los más privilegiados.

El plan invertiría más de 2 billones de dólares en la reparación de carreteras, puentes y programas de agua de la nación, y expandiría la Internet de banda ancha, todo pagado con aumentos de impuestos. En los próximos meses se prevé un segundo paquete que aborda lo que los demócratas llaman infraestructura “humana”, como el cuidado infantil, la atención médica y la educación.

Toda esperanza de bipartidismo probablemente descansa en un grupo de republicanos y demócratas moderados en el Senado que se han reunido ocasionalmente en los últimos meses para tratar de trabajar en acuerdos legislativos.

Hasta ahora, la mayoría de los miembros de ese grupo se han mantenido callados sobre el plan de Biden. Pero la mayoría de los legisladores anticipa que los demócratas tendrán que depender únicamente de sus votos para que se apruebe el plan, utilizando un proceso legislativo que elude un obstruccionismo republicano. El proceso, llamado “reconciliación”, se utilizó para promulgar el plan de ayuda covid-19 de Biden.

La reconstrucción de la infraestructura local es tremendamente popular entre los votantes. Una encuesta de Morning Consult publicada en abril mostraba que el 54% de los votantes apoyan la realización de mejoras financiadas con impuestos para quienes ganan más de 400.000 dólares al año y el aumento de los impuestos corporativos. El 27% apoyaba el gasto, pero solo si no conlleva impuestos más altos.

Dado que los demócratas se enfrentan a una mayoría extremadamente pequeña en la Cámara, un número muy pequeño de moderados podría bloquear el proyecto de ley si se oponen a él y se mantienen firmes. Un escenario más probable es que el umbral se eleve para que el aumento impositivo solo afecte a las personas que ganan por encima de cierto nivel de ingresos.

Hace cuarenta años, como senador en su segundo mandato, Joe Biden votó a favor de los recortes de impuestos que permitieron al presidente Ronald Reagan declarar el fin del “gran gobierno” (big government) y el comienzo efectivo del neoliberalismo.

Más tarde, en la década de 1990, Biden apoyó una enmienda a la Constitución para asegurar presupuestos equilibrados y habló de la necesidad de reducir los costos a largo plazo de dos viejos programas federales: el Seguro Social (pensiones públicas de jubilación) y Medicare (el programa de sanidad universal para todos los jubilados).

Como presidente, Biden ha trazado un rumbo muy diferente, respondiendo a un entorno económico muy distinto y a un estado de ánimo del público muy alterado por las consecuencias de la pandemia.

El cambio de Biden, de respaldar una parte clave de la agenda de Reagan a abrazar una expansión del gobierno más en sintonía con el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt, es paralelo a un cambio en el electorado.

Las preocupaciones de los votantes sobre el alcance del gobierno y el tamaño de la deuda nacional no han desaparecido. Pero por ahora, eso no está determinando las preferencias en el voto popular.

Y, así, aunque el presidente Trump entregó a Biden una deuda federal que había alcanzado el nivel más alto desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el nuevo presidente está operando con menos restricciones políticas relacionadas con el déficit federal que cualquiera de sus tres predecesores demócratas.

Maya MacGuineas, que fue durante mucho tiempo jefa del Comité para un Presupuesto Federal Responsable (agencia independiente proclive a reducir la deuda federal), afirma sin titubeos que “estamos en una nueva era” en la que el neoliberalismo ha muerto.

El presidente Bill Clinton, en su primer mandato, se quejaba amargamente a sus colaboradores sobre la necesidad de ofrecer planes de gastos austeros para tranquilizar a Wall Street. Su asesor político James Carville bromeaba diciendo que, cuando muriera, esperaba reencarnarse en el mercado de bonos, ya que sus inversores “pueden intimidar a cualquiera”.

Incluso antes que Reagan, Jimmy Carter ya hizo campaña sobre la frugalidad y vetó algunos de los tipos de proyectos de infraestructura que Biden, y gran parte del Congreso, ahora apoyan.

El presidente Barack Obama, enfrentado al peor colapso económico desde la Gran Depresión, propuso un plan de estímulo en 2009 que era más pequeño de lo que muchos de sus asesores económicos pensaban prudente, en parte debido a la preocupación de que el público simplemente no apoyaría algo más ambicioso.

Biden, en cambio, se enfrenta a poca presión. Incluso los límites legales que durante la última década han restringido el gasto federal están a punto de ser cosa del pasado: expiran el 30 de septiembre. Los votantes todavía tienen reparos sobre el tamaño de la deuda nacional, pero estas preocupaciones no son ya prioritarias.

Varios factores han cambiado el clima político, comenzando con la lenta y prolongada recuperación de la recesión de 2008-09. Los efectos devastadores en la mayoría de los estadounidenses de una economía que funciona bien para las personas en la cima, pero no para el resto, se han vuelto más obvios. Con la pandemia las cosas han empeorado.

El resultado ha desplazado a los votantes demócratas y a los cargos electos del partido a la izquierda en cuestiones económicas, y están ahora mucho más dispuestos a apoyar los nuevos planes de gasto. Por ejemplo, un aumento importante en las ayudas para las familias con niños, que se aprobó como parte del plan de ayuda covid-19 de Biden a un costo de aproximadamente 100.000 millones de dólares por año, se consideró demasiado polémico políticamente para que Hillary Clinton lo respaldara en su campaña presidencial de 2016.

Los republicanos, que solían frenar siempre los planes de gasto demócratas, han renunciado a ese papel. En realidad, en los tres últimos mandatos presidenciales republicanos, dos de Bush y uno de Trump, no hubo una preocupación real por el equilibrio presupuestario.

Para el presidente George W. Bush, la deuda ocupó el segundo lugar detrás de la lucha contra lo que denominó la guerra global contra el terrorismo. Y a Trump simplemente no le importaba el déficit, no le importaba pagar las cosas.

El punto culminante del cambio del Partido Republicano se produjo con el recorte de impuestos de 2017, que recortó los ingresos federales en aproximadamente 2 billones de dólares durante un período de 10 años.

El secretario del Tesoro de Trump, Steven T. Mnuchin, creía que esa ley tributaria generaría suficiente crecimiento económico para pagarse a sí misma, haciéndose eco de los republicanos desde la era Reagan. Pero después de una breve racha de crecimiento, la economía volvió a su trayectoria anterior incluso antes de que golpeara la pandemia.

Sigue siendo una incógnita si el Congreso aprobará los nuevos impuestos o simplemente optará por gasto adicional. De lo que hay pocas dudas es de que los ambiciosos planes de gasto de Biden saldrán adelante, seguramente con alguna modificación introducida por legisladores demócratas. La economía estadounidense, ya muy mejorada respecto al año 2020, prolongará su expansión. * United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics