ay un centrismo que detrás de numerosas ofertas electorales se ha estrellado contra la pared una y otra vez, a lo largo y ancho del mundo. Un centrismo perdedor, despreciado en muchas ocasiones, bisagra en la gobernanza, de vocación minoritaria y siempre de carácter complementario.
Pero también existe otro centrismo ganador, de sustancia y con vocación de liderazgo, articulado en base a alianzas amplias y que, al final, en situaciones extremas, críticas y polarizadas, viene al auxilio. De carácter terapéutico y reparador, es el alivio reconfortante que reclama la mayoría que sufre en silencio y que reniega del ruido, del insulto y de las estridencias. Es la fórmula que aupó a Tony Blair o a Ronald Reagan, que crecieron notablemente en caladeros ajenos y que articularon mayorías transversales, aunque uno es consciente de la dificultad de caracterizar al segundo de ellos como centrista en una Euskadi que tanto receló de él. Es también el que ha reforzado a Jacinta Ardem en Nueva Zelanda. Aunque no esté en sus mejores momentos, las clases medias vienen a ser determinantes y se reivindican como garantes de la estabilidad.
Por el contrario, Alexandria Ocasio-Cortez ha lamentado la escasa contribución de algunos republicanos moderados en impulsar la victoria en estados bisagra. Pone como ejemplo el caso del exgobernador de Ohio, el republicano John Kasich, que ha apoyado activamente a Biden aun sin posibilitar el vuelco electoral que sí se ha producido en estados limítrofes. Lo que ha sí ha puesto en valor ha sido la victoria clara que el squad progresista ha conseguido en sus respectivos distritos.
En un país de la diversidad de Estados Unidos, sin embargo, son muchas las dudas que uno alberga sobre si la oferta de Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omas, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley pudiese funcionar en sociologías diferentes a las que representan en sus distritos. Las victorias de Biden en feudos como Georgia (donde, no lo olvidemos, ha conseguido escaño en el Congreso de Washingon Marjorie Taylor Greene, figura representativa de la plataforma QAnon) o Arizona se antojan imposibles sin contar con el apoyo del voto moderado.
Hay quien también desde otras posiciones ha minusvalorado la victoria de Biden, calificándola como escasa. Los republicanos han retenido el Senado, a falta de lo que pase en Georgia en enero, y han ganado algunos representantes en el Congreso. Es un dato también objetivo que no conviene perder de vista. Ciertamente, nadie esperaba un terremoto. La condiciones ambientales y emocionales que hoy recorren el mundo difícilmente hacen viable que se produzcan victorias rotundas.
En este contexto, es constatable la coincidencia que los extremos polarizados muestran en restar méritos a una victoria difícil que se ha producido en circunstancias extremas. Eso sí, con calificaciones dispares. Para algunos es una victoria de las posiciones socialistas, bolivarianas, de un político entregado a la ultra izquierda. En el otro lado, parte de la izquierda, exquisita y pura, parece que hubiera deseado la reelección de Trump y, en su esperable análisis, no escapa a algo que forma parte de su paradigma cuando asimila a ambos candidatos y a ambos partidos como la cara y la cruz de una misma moneda. En cualquier caso, unos y otros consideran ajeno a Biden. Ni suficientemente progresista ni suficientemente moderado.
Sus reacciones dan a entender que la elección de Biden incomoda, porque introduce un elemento de sosiego en un esquema endiablado en el que nunca se divisa una salida de compromiso. Es un intento de romper el infinito empate en el que muchos anhelan seguir porque así sus intereses no sufren la necesidad de un replanteamiento.
No cabe duda de que, más allá de las diferentes sensibilidades que históricamente ha acogido el Partido Republicano, la oferta de Trump ofrecía una mayor cohesión y unidad en sus mensajes. Era sustancialmente más monolítica, y ello ofrecía ventajas en la gestión de los procesos y en la elaboración de los mensajes. Por el contrario, el camino de Biden ha sido más laborioso; cuesta tejer complicidades y unir a generaciones, sensibilidades y tradiciones diversas y, en muchos casos, antagónicas. Ello puede llevarnos a la conclusión de que la foto última refleja de manera más completa la realidad del país.
No hay, por tanto, signo o riesgo alguno de revolución en la victoria de Biden. La sociedad norteamericana, así como la mundial, ante todo anhela tranquilidad, complicidad y empatía en momentos de tanta zozobra. La contribución de Biden se basa más en el talante y en el matiz, alejado de la tensión permanente. Por esa razón ha recibido también el voto de republicanos exhaustos con una dinámica de demonización interminable que está socavando los cimientos de la gran democracia norteamericana.
Pero el centrismo que encarnan Biden y Harris añade un elemento que conviene destacar. La pandemia que azota a la humanidad reclama a gritos liderazgos humanistas; la afectividad que nos ha arrebatado el Covid busca su consuelo en líderes que sean capaces de abrazar (aunque no sean abrazos físicos) y de sonreír. Un centrismo correcto, frío en su expresión, no hubiera logrado la adhesión de colectivos necesitados de alivio. La decencia que tanto han destacado adversarios políticos de Biden y otros viejos valores de la vieja política también han recobrado inusitada vigencia en la nueva narrativa que desde Estados Unidos puede iniciar la senda de la recuperación de territorios perdidos en otros lares.
Lo que depare el tándem demócrata, un laboratorio de pruebas, puede servir para la reconciliación de aquellos sectores que, en la frustración, el malestar, el hastío y la desesperación, abrazaron otras ofertas de diferente signo. Un ejercicio clásico de la gobernanza por parte de Biden y Harris puede ser, por último, el inicio de una recomposición del mapa electoral, donde el voto coyuntural vuelva a su espacio natural.
Pero no todo obedece a criterios de frustración, impulsos emocionales, deseo de castigo y venganza. Al igual que no se puede demonizar el voto demócrata
como un apoyo a causas socialistas, tampoco podemos llegar a unir el voto republicano a impulsos de corte racista o clasista. Ni unos son bolcheviques dispuestos asaltar el palacio ni los otros son seguidores del fuhrer.
Nuestras obsesiones y nuestros impulsos poco controlados nos pueden llevar a una caricaturización y deformación de la realidad. Pretender situar al malogrado Pete Cenarrusa o a Dave Bieter -ambos magníficos ejemplos de trayectorias intachables en su contribución a fortalecer la democracia en Estados Unidos y en su defensa inequívoca de los anhelos de Euskadi- en posiciones extremas es faltar al respeto y a la verdad. Sería deseable más mesura en algunos de los análisis que se han realizado.
El voto republicano es un voto consolidado, fiel a principios e ideas con las que el Partido Republicano ha contribuido a la consolidación de la democracia norteamericana, mucho antes de la irrupción de Trump. En ese sentido, y valgan como ejemplos, los intentos de desbancar a los senadores Lindsey Graham en South Carolina y a Mitch Mc Connell en Kentucky han resultado baldíos, a pesar de la solidez de las candidaturas que el Partido Demócrata puso en liza.
La fotografía de comportamientos electorales casi estancos en las zonas rurales y urbanas se repite automáticamente en todo el planeta. Pero, y este es un matiz que conviene señalar, sí se están produciendo oscilaciones y tendencias que pudiesen configurar un mapa diferente al actual. El paulatino acercamiento del Partido Demócrata a los republicanos en Texas es uno de los fenómenos que no se debe perder de vista. Como tampoco podemos perder de vista el comportamiento del voto hispano, cada vez menos homogéneo en función de los estados, de la posición social e incluso el origen de los votantes. Todo ello desmonta, en primer lugar, conclusiones apresuradas en identificar el voto de carácter étnico con una de las dos patas del universo político norteamericano. La variedad de colores y matices muestra un dinamismo inigualable que augura el fortalecimiento de su sistema, más allá de las turbulencias y tensiones que hoy observamos.
Ambos partidos, en segundo lugar, tienen ante sí retos apasionantes para modificar un mapa que ha sufrido múltiples mutaciones a lo largo de la historia de un país que todavía sigue siendo joven y vitalista. La demografía y movilidad interna, siempre incesante en Estados Unidos, acarreará movimientos que, posiblemente, nos llevarán dentro de dos años y de cuatro a hacer análisis diferentes.