yer tuve que buscar una foto del 2011, de la comida de los de la quinta del 61 en Eibar. Y al hacerlo me encontré con la imagen de dos mujeres, Bego y Elena, viejas amigas y grandes desconocidas a la vez, que nos han dejado este año, sin que haya tenido la oportunidad de conversar con ellas por última vez. Dos protagonistas de una generación contradictoria, que vivió una juventud atípica, creyéndose destinada a construir un mundo nuevo para al final darse cuenta de que el resultado se parece mucho a lo que ocurre en cualquier otro lugar.

Me hubiese gustado haberles preguntado si lo vivido mereció la pena. Pero, a pesar de la cruz que tuvieron que arrastrar en los últimos meses de sus vidas, estoy seguro de que su respuesta habría sido un sí radical. Estaban forjadas para dar, para ser generosas en sus esfuerzos, no para quejarse.

Los hombres, niños primero, jóvenes y adultos más tarde, tuvimos el privilegio de crecer y vivir en un mundo hecho a nuestra medida, para que pudiéramos galopar sin apenas reparar en cuántos charcos pisábamos. Ellas tuvieron sin embargo que ser sensatas, responsables, liberales pero prudentes, madres, trabajadoras, y vivir sabiendo que la sociedad era doblemente exigente con ellas, siempre dispuesta a juzgar su aspecto y su comportamiento con una vara tan caprichosa como volátil e injusta.

En el comportamiento arquetípico del hombre, casi todas las fechorías son compatibles con la bonhomía, mientras que en el de las mujeres se procura exactamente aquello que se censura, generando una contradicción de difícil gestión a la que los varones casi nunca nos debemos enfrentar.

Esa contradictoria doble moral se acentúa a la hora de juzgar a los colectivos LGTBI que son especialmente penalizados por no encajar en ninguno de los dos compartimentos que durante siglos han definido nuestra refinada doble moral de hierro.

Las miradas de cada una de estas dos amigas de la foto de 2011 son bien distintas. Una de ellas contempla el horizonte de la cámara con comodidad, alegre, confiada. La otra, sin embargo, lo hace con cierta timidez, con miedo tal vez, o con desconfianza. ¿Acaso por entonces tenía algún indicio de que no podría acudir a la siguiente comida, programada para 2021, y veía en el foco de la cámara la oscuridad de un túnel sin salida?

El mundo que ellas han dejado es distinto al que llegaron en el 61. No sé si podemos decir que sea mejor. Pero al menos hoy somos capaces de vislumbrar un techo de cristal que entonces no podíamos ni imaginar y tomar conciencia de que sus vidas estuvieron condicionadas por el modo en que las voluntades rebotan en él.

Llegaron en 1961 cuando las fotos eran un bien escaso, impresas en papel, en blanco y negro. Se han ido dejando un mundo más asfaltado y cableado, en que las imágenes que ahora cualquier teléfono capta están repletas de color.

Si hubiésemos tenido tiempo para esa última charla, estoy seguro de que habrían dicho que la gran diferencia entre el momento en que nacieron y el ahora en que les ha tocado morir es que sabemos que el techo de cristal condiciona y oprime. Al oírlo, tal vez, me habría acordado de lo que un día escuché: que los varones humanos somos los únicos animales que pasamos de la niñez a la vejez sin nunca alcanzar la madurez.

Pero ¿de qué sirve recordarlas? Sin duda, sus familias no encontrarán en estas líneas el consuelo de una pérdida infinita. Tal vez nos debamos de conformar con fijar su recuerdo en nuestra memoria, intentando que las virtudes que cultivaron en vida nos acompañen.

Pero ¿qué es la memoria?

Con frecuencia se apela a la memoria colectiva, o a la histórica, como si fueran únicas, como si pudiesen ser recogidas en un diario de sesiones que reprodujese fielmente lo ocurrido y el papel que cada uno ha desempeñado. Pero lo cierto es que hay tantas versiones de ellas como espectadores y narradores. Cada uno nos aferramos a la que somos capaces de construir y conservar inconscientemente en las capas de nuestro cerebro.

Tal vez por eso, la memoria personal sea la única indiscutible, por parcial que resulte. Y esa es difícilmente transmisible, inescrutable para terceros. ¿Acaso puede alguien saber cuánto el otro gozó y sufrió?

Día a día nos abandonan viejos amigos y amigas, como ellas, y nos quedamos perplejos, intentando integrar las imágenes de sus rostros, que se desvanecen, en nuestra gastada memoria, a través del recuerdo de aquellos momentos que pudimos compartir y de los que, en el mejor de los casos, nos quedan una foto, un abrazo o anécdota.

Tanto es así que uno acaba preguntándose por qué el humano en su evolución ha desarrollado una capacidad de memorizar tan prodigiosa como poco precisa y fútil, para acabar acumulando en su despensa a tantos que se nos fueron y que extrañamos.

Son de agradecer los esfuerzos de todos aquellos que nos ayudan a enriquecer nuestra memoria individual, historiadores unos, aficionados otros, recordándonos en sus trabajos, sea cual sea su soporte, pasajes de nuestro pasado. Nos acercan así lo que ocurrió, las realizaciones insospechadas de gente que a veces tuvimos cerca y en quienes apenas reparamos, desconocedores como fuimos de sus destrezas y de las capacidades que cultivaban con discreción, como titanes silenciosos.

Pero, a pesar de todos esos meritorios esfuerzos por recordar, es difícil ignorar el sabor amargo que deja la constatación de que el paso del tiempo acabará disipando todas esas trazas. Al fin y al cabo, cada siglo de la humanidad se resumirá en una breve lección en los libros de historia futuros y serán muy pocos los protagonistas mencionados.

¿Donde quedarán por ejemplo todas esas fotos que hemos ido tomando durante nuestra vida y que antes guardábamos con cuidado, impresas en álbumes, y que hoy conservamos en soporte informático? ¿Adónde irán a parar los recuerdos que con tanto cuidado hemos conservado, intentando minimizar el punzante dolor de los pasajes que nunca debieron formar parte del guion de nuestras vidas, a la vez que mantenemos a flote, visibles, los más gratos?

Incluso Internet, que parece ser el lugar en dónde hoy podemos encontrar a cualquiera, instantáneamente, ¿cuánto tiempo conservará esos registros?

No podremos decir que no nos advirtieron, pues ya de pequeños nos enseñaron aquello de que “polvo somos y en polvo nos convertiremos”. Así es, pero, aunque sólo sea porque apenas nos convertiremos en un puñado de cenizas, sirvan estas líneas de homenaje a ellas, que fueron las grandes protagonistas de ese cambio de tiempo que arranca en la maternidad de Eibar en 1961.

Quedan aquí sus hijos, ya adultos, miembros de una generación que tiene por delante un futuro más difícil del que a nosotros nos tocó vivir, aunque aun posiblemente menos complicado del que se encontrarán los que hoy son aún niños. Tendrán que prepararse y esmerarse para ganar la destreza que se necesita para navegar con el viento en contra y con el velamen averiado. Y eso tal vez sea esperanzador, como lo es para el ciclista aficionado a las cumbres cuando el asfalto enfila hacia arriba.

Como Adán dijo a Eva en el poema La vida según Adán (Adan eta bizitza) de Bernardo Atxaga : “A pesar de los trabajos, a pesar de lo del pobre Abel y todos los demás conflictos, hemos conocido lo único que, noblemente hablando, puede llamarse vida”. (“…oinazeak oinaze, minak min, gure Abelen zoritxarra halako zoritxar, bizi izan duguna izan da, zentzurik nobleenean esanda, bizitza”).

Esas dos mujeres de la foto han cedido el testigo, como muchos otros, sin aspavientos. Quedan para los siguientes las revoluciones pendientes, que son unas cuantas.

Matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid