hora sí. Ahora sí puedo escribir sobre esta crisis social y humana a la que nos ha abocado el coronavirus, ese covid-19 para el que deseo que no tenga tiempo suficiente de entronizarse en nuestras vidas con un nuevo nombre. Esta misma mañana, de ventana a ventana lógicamente, he preguntado a mi vecino con cierto afán desenfadado y jocoso que qué tal había pasado la noche con el covid-19. No sé lo que ha entendido, en todo caso no ha reparado en la broma (no está el tiempo para bromas), pero además su respuesta ha errado en la interpretación del asunto concreto del que se trataba. Pasado cierto tiempo desde el comienzo de esta crisis, a la concurrencia le atemoriza menos cualquier apelativo que no contenga la palabra fatídica, de dos sílabas: virus.
Nadie que no haya estudiado sobre la materia sabe qué es un virus, cómo es, para qué sirve, si es que sirve para algo, ni siquiera qué es lo que destruye dentro de nosotros. Su medida es tan escasísima, y se expresa en unas unidades tan desconocidas, por otra parte tan diminutas e invisibles, que no somos capaces de combatirlo mediante la fuerza física e incluso tampoco recurriendo a cualquier tipo de combate que no sea mediante tácticas y métodos sofisticados para los que, como se está viendo, no nacimos preparados ni dispuestos. Solo unos pocos de los humanos -científicos, médicos, y pocos oficiales más- resultan eficaces en la batalla, aunque todos absolutamente todos debamos involucrarnos en esta desigual guerra.
El virus nos ha pillado desarmados y desavisados, hasta tal punto que lo único que nos queda a quienes observamos con inquietud es dejar que actúen los que saben de ello, escuchar sus palabras como cualquier ignorante en la materia que muestra curiosidad por cuanto dicta un sabio y obedecer sus órdenes… Y eso es lo que estoy haciendo, eso sí, siempre bien informado, sobre todo empeñado en ser modelo de comportamiento y de obediencia.
Estoy preocupado, sí, porque todo lo que llega a mis oídos es doloroso: abuelos y no tan abuelos que mueren de repente y no son enterrados con la dignidad debida, ni llorados con la pena adecuada, ni entregados a los dioses con la debida parafernalia; gentes de todas las edades y condiciones que se encarcelan en sus propias casas y se convierten a la vez en presos y carceleros; niños a los que se les aparta del bullicio y, en alguna medida, se les impide beber el agua de la alegría; en suma, en menos que canta un gallo, el mundo se arruga sobre sí mismo para que todos nos autoprotejamos en sus pliegues más recónditos, en los rincones a los que no llegan libremente ni el aire ni la luz, en el disperso y disgregado imperio del miedo. Esto es lo más importante y lo más doloroso: el miedo… ¡Queridos lectores y amigos, yo también tengo miedo: sonrío pero tengo miedo, cuento y escucho chistes, pero tengo miedo, me muestro altanero a veces pero retorno al miedo… Tengo miedo!
Y por eso he preferido guardar silencio durante más de una semana, para que los médicos y los científicos trabajaran en lo suyo con ahínco (que no es exactamente lo mío). Ellos están entregados a la preservación de la vida de todos. A mí me embarga otra obligación, la de ser fiel y obedecer sus consignas, la de no impedir que trabajen libre y responsablemente, la de darles a entender que tienen toda mi confianza, hasta tal punto que pongo mi vida en sus manos sin pedir ninguna compensación concreta.
Soy obediente, y seré agradecido hasta tal punto que prometo no cuestionar ni uno solo de sus postulados, no rebelarme ante ninguno de sus mandatos o encomiendas. Si es reclamable la mayor vocación y dedicación de los médicos, los profesionales del ramo y los científicos en esta circunstancia, lo es mucho más el comportamiento adecuado de quienes no tenemos otro destino que el de ser víctimas, por cierto, de un desenlace que ninguno de nosotros deseamos.
Esto no es una guerra, aunque puede parecerlo. Anda por las Redes Sociales un viejo pasaje protagonizado por el humorista Gila en el que, vestido de soldado y provisto de un teléfono rudimentario, inicia una jugosa conversación: “¿Es el enemigo?”, pregunta con los ojos desmesuradamente abiertos. Espera algunos segundos y completa la pregunta: “¿Podrían parar la guerra un momento?”. Pasa un ligero instante en el que muestra inquietud en su rostro como si estuviera escuchando una respuesta preocupante y vuelve a preguntar: “¿Van a venir muchos?”. Espera unos segundos en actitud de escucha y reacciona: “¡Hala, qué bestias!”. Ahí termina su comunicación con “el enemigo”. Él, como buen soldado aunque algo incauto, termina el pasaje con una reflexión muy simple: “Podrían parar la guerra al menos una hora o así…”. Pues bien, tal nos ocurre con esta lucha tan ardua contra un enemigo invisible como el coronavirus. Es un virus desalmado, como todos los virus, que solo sabe hacer una cosa, su voluntad (si es que tiene voluntad) solo le permite ser fiel a una vocación, ser esclavo de un destino. Y nosotros, nuestras células y órganos y aparatos corporales se baten contra ese destino inevitable que, en esta ocasión, nos enfrenta a un contrincante al que no vemos ni oímos, que no ocupa ningún lugar aunque llega a todos los lugares, que destruye porque es lo único que sabe hacer, que mata porque toda destrucción, cuando excede los límites soportables, destruye hasta el final, es decir, mata.
Bueno amigos, así es. Pero los humanos también somos un ejército, un cuerpo formado por muchos cuerpos, pertrechados y debidamente concienciados. El coronavirus matará hasta que llegue quien le mate. De momento, huiremos de él como almas en pena. No tiene ni una sola buena intención, pero es esa maldad suya la que hace que nosotros, sus víctimas potenciales, nos hayamos recluido y ocultado mientras diseñamos con detalle la mejor estrategia para combatirle y derrotarle. Sabemos lo que va a hacer porque sólo sabe hacer una cosa. Si avanzamos juntos llegaremos a nuestro destino mejor y antes. Si discutimos entre nosotros si el virus es galgo o podenco, nos morderá. Cantaremos victoria, como siempre ha hecho la especie humana, que para eso el hombre (el humano) es el rey de la creación. Pero debemos ser cuantos más los que la cantemos, para que los dioses se sientan amedrentados y se dediquen, en el futuro, a construir y no a destruir.
¡Ánimo amigos y amigas! ¡Salud y suerte!
* josumontalban@blogspot.com