No quiero ni imaginar cómo lo hacen, pero me tienen -más que frito- cocido. No hay día en el que mi móvil no se alinee con nosequé operadora para sonar incesantemente a requerimiento de la compañía telefónica de turno. Debo de ser un tipo interesante, al menos, a ojos de un sector en el que, me temo, toda la legislación creada para salvaguardar los derechos de los consumidores será insuficiente y/o perfectamente bordeable. Y mira que intento hacerme el distraído. Les bloqueo, silencio, convierto sus intentos de localización en llamada basura o ninguneo. Pero no hay manera. Me acaban encontrando y dando (o intentando dar) la murga hasta extremos que, por desgracia, rayan lo insoportable. Y mira que intento ser empático y ponerme en la situación de los currelas a los que les toca avasallarme a llamadas a cambio de, probablemente, un contrato peculiar y un sueldo menguante. Pero, ni por esas. Su insistencia por convertirme en usuario premium y por agasajarme con toda clase de parabienes en forma de terabytes y plataformas televisivas a cascoporro acaba por sacarme de mi habitual equilibrio mental y de mi estado contemplativo. Supongo que la única solución sería tirar el móvil al retrete. Pero, me temo que no es viable, así que...