Hay cosas ante las que aún no he logrado comportarme con dignidad. Será por mi carácter cuasi chirigotero, o por la ausencia total de catalizadores de mala baba. El caso es que, cuando me toca enfrentarme al hormigón cerril se me crispan los sentidos y distorsionan las entendederas hasta sumirme por completo en un estado en el que impera la inactividad cognitiva. Bien mirado, la imagen resulta hasta cómica. Sin embargo, para quien no entiende de espíritus vivaces, la cosa se complica. Y mucho. Lo he descubierto hace apenas dos semanas en el transcurso de una conversación que mutó en monólogo ante una platea conmigo como único espectador. Mi interlocutor empezó a fibrilar dialécticamente y mi cara se transcribió en un mal poema con rimas cogidas con papel de fumar. El caso es que la situación degeneró bastante hasta que mi partener asumió que me había perdido. Interrogado por mi falta de interés hacia sus palabras, que vanagloriaban lo magníficamente bien ideado que estaba el discurso xenófobo que empieza a establecerse en Europa, sólo supe salir de allí con balbuceos y frases entrecortadas salpicados con dos tacos y un ya sabes para terminar. Con tal dispendio oratorio, mi interlocutor huyó con su música a otra parte, circunstancia que me pareció una magnífica noticia.