Por primera vez desde el final de ETA hay una expectativa real de cambio en la política penitenciaria del Gobierno español. Esto es de por sí un contrasentido en la medida en que la administración penitenciaria no debería estar supeditada a parámetros de conveniencia política sino a criterios de aplicación universal. La política del alejamiento de los presos de la extinta organización terrorista acredita que esto no ha sido así. Tampoco tiene sentido insistir en estrategias del pasado en la medida en que no van a acercar al final de una práctica desmedida que ha agravado las penas de cárcel de forma artificial y con un criterio que ha socializado el castigo no solo a los autores de los crímenes que purgan en prisión sino a sus entornos sociales y familiares. Esta es historia conocida y sigue siendo el eje de un debate que debe afrontarse en su globalidad. El tratamiento penitenciario tiene una función sancionadora pero, a la vez, forma parte del resarcimiento de la víctima y del consenso social de rechazo de las prácticas delictivas. Pero no es cierto que el cumplimiento de la normativa en términos de igualdad con independencia de lo execrable del crimen cometido vaya en detrimento de la víctima. No se compensa en mayor medida el dolor injusto padecido por una víctima incrementando el daño causado al entorno del preso. No cabe ya siquiera el argumento de que el alejamiento de los presos de ETA -que sistemática e interesadamente se confunde con su dispersión- constituye una parte de la lucha antiterrorista. Con la banda desaparecida, aplicar criterios de humanidad en los casos de presos enfermos o a las puertas de la ancianidad no debilita la acción del Estado de Derecho sino que la refuerza. La tentación de hacer política con ello es un factor de riesgo para la convivencia. No se trata de hacer concesiones sino de actuar con criterios equilibrados. No se trata de amnistiar los crímenes cometidos sino de orientar la pena al objetivo constitucional de la reinserción. E, igualmente, no se trata de acallar a las víctimas sino de situarlas en el lugar que les corresponde: en el centro de la información sobre sus victimarios y la sensibilización colectiva de la sociedad respecto a su injusto dolor. Pero no como actores de una orientación política determinada porque, de hacerlo, estarían sometidos a la igualmente legítima crítica política. No sería justo para esas víctimas.