En la decisión del Tribunal Constitucional de condicionar la investidura de Carles Puigdemont, prevista para esta tarde en el Parlament, a su presencia en la Cámara y a la obtención previa de una autorización judicial confluyen aspectos que por su afección a principios que fundamentan el funcionamiento democrático deben ser analizados independientemente de lo que suceda con la investidura. En primer lugar, la interpretación, sin solicitud previa, realizada por el Tribunal Constitucional del reglamento del Parlament -que en sus arts. 146 y 147, dedicados al debate y votación de investidura, no explicitan la obligación de la presencia del candidato a president- supone asumir una potestad que corresponde a la Mesa de la Cámara y en consecuencia una posible vulneración de la independencia y soberanía del poder legislativo. Lo mismo sucede con la prohibición expresa en el auto del TC de la delegación de voto de los miembros de la Cámara sobre los que pesa una orden judicial. El mismo Reglamento especifica que “la Mesa del Parlamento debe establecer los criterios generales para delimitar los supuestos que permiten la delegación”. No se trata, como apunta el TC, de que no existiera legislación, sino de que la existente no soporta la justificación de sus objetivos. El TC, además, atribuye a un juez -inespecificado aunque se pueda llegar a deducir que se refiere al instructor, en este caso Pablo Llarena- la capacidad de autorizar o no una investidura que legal y constitucionalmente no está cuestionada por la situación de Puigdemont, ya que este se halla en busca y captura como investigado de un presunto delito pero sin sentencia firme, como requiere el artículo 3.1.a de la Ley Electoral. El juez ha ordenado su captura, pero ello no invalida a Puigdemont como candidato ni, en su caso, elimina la inmunidad del Parlamento y sus miembros. Al pretenderlo, el TC deja al arbitrio discrecional de un juez la validez y resultados de un proceso electoral con garantías democráticas, rebajando aún más el nivel judicial de intervención que el TC se atribuyó para alterar los acuerdos políticos y parlamentarios y la ratificación en referéndum del Estatut. Finalmente, el Constitucional no contribuye, como debería, a aclarar la situación, sino que aumenta la incertidumbre de la investidura, que además condiciona al advertir con consecuencias a quienes, como el president del Parlament, Roger Torrent, sí compete decidir sobre el Pleno.