Las fiestas este año empezaron en fin de semana y, como era de prever, tras tres días en los que no había una baldosa libre que pisar en toda la ciudad, miles de desertores abandonaron las trincheras y huyeron en masa por la AP-8, entre el lunes y el martes, en dirección al Mediterráneo. Los que se quedaron, además, tuvieron que bajar el pistón, forzados por la maldición bíblica que nos condenó a ganarnos el pan con el sudor de nuestras frentes. La Blanca entró así en su recta final en esa fase íntima en la que el ansia festiva y las ganas de comerse el mundo -y de bebérselo- dejan paso a un relajado espíritu de comunión con los amigos que se quedan. No hay obligación de seguir si no apetece, surgen planes improvisados y, a veces, de esa conjunción de factores, derivan pequeñas grandes parrandas. Son esos días de bar heavy medio vacío a las cuatro de la mañana, de repaso a las fiestas de los noventa y a las actuales circunstancias vitales de cada cual, de mantener esas conversaciones que no encuentran hueco en el Whatsapp y de hacer, en fin, un reflexivo alto en la alocada carrera hacia la nada final que constituye la vida del occidental medio. Ahora la música ha cesado, Gasteiz hiberna en pleno mes de agosto, y septiembre acecha agazapado.
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