Da gusto verlos. Ordenados, con mil colores y otros tantos productos y referencias comerciales. Forman una amalgama interesante. Me refiero a los stands que ya pueblan los supermercados con todo lujo de manjares navideños. La única pega que veo a todo eso es que, por aquello de la política de mercadotecnia, el despliegue pascual acostumbra a arrinconar parte de los productos de primera necesidad que mi familia y yo necesitamos para continuar esta vida que nos ha tocado en suerte (o en desgracia) con cierto grado de dignidad. El otro día me costó hacer la compra el doble de tiempo de lo que acostumbro, entre otras cosas, porque fui incapaz de encontrar lo que necesitaba. Al parecer, lo requerido en mi lista sí que estaba, pero sepultado por varios lineales de turrones y mazapanes, todos con espectacular presencia, pero inviables para gestionar un bocadillo con pretensión de saciar el hambre. En fin, que tampoco me voy a poner estupendo con aquello de que el espíritu de las tradiciones ha sucumbido al poder del negocio. Casi que eso me parece lo de menos. Lo único que eleva mi habitual tono quejumbroso es lo de dificultar los quehaceres diarios a alguien que necesita rutinas para aligerar las cargas vitales. Y esconder los huevos, por muy caros que estén, detrás de las peladillas me parece un atentado a la cotidianidad.
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