Irremediablemente, los tiempos cambian. Y que quede claro que no lo escribo con nostalgia, sino con expectación. Después de un par de años moviditos en cuestión de fiestas, éstas empiezan a ofrecer una imagen que difiere sustancialmente de la tradición marcada casi a fuego en el subconsciente de los vitorianicos y vitorianicas, poco dados a los cambios en sus usos y costumbres. Tal es la situación que a uno le empieza a costar recordar todas las modificaciones decretadas para los festejos de la más blanca de las vírgenes. Creo recordar que el desayuno a los elefantes del circo desapareció para no ofender a los animalistas, que la carrera de burros es ahora una competición empujando toneles de vino y que el descorche del cava en el txupinazo deja paso al achuche de botas de plástico, cuero o lo que se tercie para generar un chorro de espumoso con el que empapar al personal. Los paseíllos a los toros ahora serán kalejiras al coso, en el que los morlacos serán, como mucho, vaquillas y en el que la lidia será una suerte de yincana en la que probar la pericia de blusas y neskas que, por cierto, ahora andan divididos y porfían por capitalizar el espacio público. Dadas las circunstancias, y para no desentonar, a lo mejor Vitoria debería plantearse que Celedón bajase desde San Miguel con un dron.
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