En este negociado del periodismo hay ocasiones en las que desgraciadamente toca saber más de lo necesario. Y eso, en sí mismo, lo cambia todo. Y no necesariamente para bien. Verán, cuando se empieza juntando letras en un periódico, las cosas parecen sencillas. Entonces, la profesión se antoja ideal, recomendable y reconfortante. El oficio permite trasladar historias y relatar acontecimientos e, incluso, alardear de altos principios y de exquisiteces deontológicas. Lo que ocurre es que con la llegada de las canas y del adiós prematuro de flequillos y melenas conspicuas, la candidez también abandona utopías de pupitre, que pronto se transforman en una realidad de supervivencia de la que es muy difícil evadirse. El día a día se transforma en una rueda de infinitos giros de la que se antoja imposible apearse y, aún y todo, cada día se informa e, incluso, se hace con profesionalidad. Sin embargo, los alardes de espiritualidad hace tiempo que se diluyeron enfangados entre aspectos colaterales que tratan de contaminarlo todo. Y, en este ambiente de arrebato generalizado, va el menda y se pone reflexivo. En fin, que prometo no volver a mezclar más los Peta Zetas con la cerveza, que parece una mezcla de ésas que carga el mismísimo diablo.
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