la muerte acojona. Conozco a muy pocos, algunos hay, que asuman con naturalidad que el final definitivo es ley de vida. A la mayoría nos asusta dejar de respirar y, sobre todo, confiamos en que ese inexorable momento llegue de la forma más plácida, a ser posible rápida e indolora. De cualquier modo, lo que a nadie seguro le complace es que se le desarme un ascensor en pleno viaje y la muerte sobrevenga después de una caída en picado de nueve pisos de altura de la que se es plenamente consciente. O que tu hija se monte en un castillo hinchable que salga volando y acabe con su incipiente vida. Si ya de por sí es complicado andar por el mundo ojo avizor para no estrellarte con el coche, o evitar que te atropelle, no te asalte un maleante y esquivar prácticas demasiado peligrosas, pareciera que ahora se nos pide también revisar un columpio o un ascensor antes de montarnos en ellos. Si no podemos confiar en la seguridad de esas instalaciones ya no podremos fiarnos de casi nada. Porque una cosa es que se desate un terremoto o caiga un rayo en un momento de pura fatalidad y otra bien distinta es que falte tal o cual tornillo y/o anclaje por desidia o negligencia de alguien. Reconozco que estos accidentes me han sobresaltado más de lo habitual. De hecho, yo más bien los considero asesinatos.