Acabo de pasar en el autobús junto a las obras de la Avenida, tras unos días de postración obligada. Qué emoción, señores: he visto el río naciente que acompañará nuestros paseos e iluminará nuestras reflexiones. Me he levantado del asiento del autobús para observarlo con el detenimiento, escaso, que me permitía el transporte público, siempre en movimiento hacia la próxima parada. Por ahora es un cauce, sólo un cauce. Estoy convencido de que su discurrir suscitará opiniones de todo tipo, aunque al final se trate de un charco semoviente antes que de un río en sí mismo considerado. Había pensado, de hecho, en realizar una consulta entre los vecinos del barrio, tan aficionados a dar su opinión como cualquier otra persona, pero seré prudente: me asusta lo que pueda opinar el Tribunal Constitucional si el Gobierno se entera de mis planes. Volvamos al estanque lineal, que ese debe de ser el nombre que le han puesto en el Ayuntamiento. Hay una zona de su cauce o quietud líquida, como prefieran, cuya ribera será el bidegorri. Me ha parecido peligroso (también me lo parece un tábano, así que evalúen ustedes). Intuyo que el terraplén que separa el arroyo del carril bici será recorrido infinidad de veces por chavales aventureros y ciclistas torpes. Los segundos saldremos perdiendo.
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