la ofensiva islamista en Irak, su penetración en Siria, los cada vez más cruentos ataques de Boko Haram en Nigeria, la extensión a Kenia de los atentados de la guerrilla somalí Al Shabab o la proliferación de estallidos en Mali, Chad y otros países que han sufrido las acciones del originariamente argelino Grupo Salafista para la Predicación y el Combate -hoy conocido como Al Qaeda en el Magreb Islámico- parecen dar la razón al exsecretario de Defensa de EEUU Leon Panetta cuando, poco antes de abandonar su cargo en la Administración Obama en febrero de 2013, aseguró que “hemos frenado el cáncer primario, pero sabemos que hay metástasis en otras partes del cuerpo global”. Panetta contemplaba ya la reorganización del yihadismo tras la forzada reestructuración de Al Qaeda una vez asimilada la muerte de su líder Osama Bin Laden en 2011. Y esa idea se desprendía igualmente de los informes de la Inteligencia británica y de las advertencias del general Carter Ham, responsable del mando del ejército de EEUU para África, sobre “un arco de inestabilidad desde el Sahel occidental al Cuerno oriental” del continente. Este recrudecimiento del integrismo islamista no es, en todo caso, sorprendente. Más bien se trata, con mayor o menor virulencia y extensión, de una repetición de la historia desde aquel primer atentado contra los marines en Beirut en 1983 y, con más certeza, desde los atentados en Kenia y Tanzania en agosto de 1998, apenas medio año después del pacto estratégico entre las organizaciones que enarbolan la bandera negra con la shahada y la publicación en el diario árabe editado en Londres Al Quds Al Arabi de la fatua llamando a una guerra santa mundial. Desde entonces, la violencia islamista no ha hecho sino ganar intensidad, adquirir protagonismo y profesión suní tras el brote inicial chií de los ayatolás iraníes y alcanzar escenarios tan diversos como los que ha desplegado, además de los países citados, también en Sudán, Indonesia o Chechenia, llegando al corazón de Occidente con los traumáticos atentados de Nueva York, Londres o Madrid. Empeñarse aún, casi dos décadas después, en enfrentar este fenómeno con estrategias militares y regímenes artificiales sólo contribuirá a reforzar su influencia sobre los más de 300 millones de musulmanes que apoyan en todo el mundo al yihadismo.