no habrá guerra de sucesión española -ni siquiera en el sentido político o dialéctico- puesto que las élites políticas, económicas y mediáticas del bipartidismo han aprendido la lección. A diferencia de la belicosa proclamación de Felipe V -el primer Borbón- hace 300 años, el polémico testamento de Fernando VII -origen de otra guerra- o el traumático derrocamiento de Alfonso XIII, el régimen monárquico no estaba dispuesto a que la sucesión del rey Juan Carlos I, en medio de una crisis institucional del Estado que afecta a los mismos cimientos de una desacreditada Corona, abriera otra vez la caja de Pandora. De ahí que el Gobierno de Mariano Rajoy, con la leal complicidad de Alfredo Pérez Rubalcaba -ambos en el ojo del huracán del descrédito político del bipartidismo-, haya tenido que abortar el debate y apañar en apenas dos semanas -incluso desde antes de la abdicación del pasado día 2- la sucesión atada y bien atada que consumó ayer el Congreso de los Diputados en un trámite urgente. Pero esta Ley Orgánica express, aunque haya sumado una amplia mayoría, desde el punto de vista cualitativo ha contado únicamente con el entusiasmo ciego de PP y PSOE -y el apoyo marginal de UPyD- acompañado de suntuosas y engoladas argumentaciones de pleitesía, frente a los nacionalistas vascos y catanales y todas las izquierdas minoritarias, que se han quedado fuera del consenso, igual que hace 40 años. Y aun en el caso de los socialistas, dejando pelos en la gatera ante la rebelión republicana que amagó una parte de sus bases -tres diputados rompieron ayer la disciplina de voto- que tuvo que apresurarse a sofocar Rubalcaba. La abdicación del rey -ya fuera manteniendo la Monarquía o no- ofrecía una oportunidad para abrir un nuevo proceso constituyente, para abordar los graves problemas de fondo que aquejan la credibilidad del Estado español, para regenerar un sistema que cada vez se asemeja más al corrupto turnismo que caracterizó el período de la restauración borbónica, para arbitrar un modelo que arbitrara un encaje definitivo a las realidades nacionales vasca y catalana o, en definitiva, para intentar dar respuesta a la desafección social que arrastra el marco institucional. Pero, por el contrario, esta Ley Orgánica supone otro cierre en falso de la transición y una huida hacia adelante en una democracia enlatada.