resulta difícil imaginarse a Encina Serrano o a Enrique Ruiz de Gordoa con antifaz cometiendo un delito. El segundo, que lleva toda la vida bandeándose en el Consistorio y a quien Patxi Lazcoz arrinconó con el marrón de una plaza de toros -fruto del pelotazo y del capricho de Alfonso Alonso- que nadie sabía qué hacer con ella, sabe más de teatro que de negocios de tasas. Y a Encina se le puede reprochar que le interesaran más los saraos y los pañuelos de Hermès que la cultura, y no digamos ya de complicarse la vida con trapicheos, que por no hacer, tenía pinta de no ser capaz ni de eso. No diré que no hubiera algún chanchullo -como sostiene Antxon Belakortu- pero en las apuestas, esta causa no cotiza precisamente al alza en manos del fiscal estrella Josu Izaguirre. No entro en si Alfredo de Miguel -serán los jueces quienes sienten cátedra si sale algo en claro de esta tortuosa instrucción perdida en el limbo- tuviera o no un txoko como tapadera o si Aitor Tellería era un Mortadelo del espionaje. Como tampoco sé si Jorge Ibarrondo y Antón Sáenz de Santamaría dieron trato de favor a determinados constructores de la ciudad o si Josean Querejeta y Alfredo Piris chachullearon en el sector 15 de Salburua. Lo cierto es que el justiciero fiscal lleva ocho años buscando la fama sin lograr una sola sentencia condenatoria firme. Y uno puede ser un genio del cine o un virguero futbolista, pero si no logra un Oscar o un Balón de Oro, probablemente no pase a la historia. Y claro, la fama cuesta. Será por eso que Encina y Enrique están tan tranquilos.
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