vi por casualidad hace unos días a las tantas un fragmento del programa de Jordi Évole titulado Jugando a banqueros -no sé si sería una redifusión, pues sólo veo la TV un par de ratos sueltos a la semana, pero para el caso viene a ser lo mismo- dedicado al gran fiasco que han supuesto las cajas de ahorros en los últimos años y me quedé con dos detalles. Uno, los suntuosos viajes a Argentina o a la India que se pegaban los consejeros de Caja Mediterráneo -el banco del PP de Camps- simplemente para confraternizar, según contaba la única consejera que no era del régimen, aunque esos dispendios no creo que sean ya motivo de sorpresa. Y el otro, la vieja máquina de escribir -todavía en uso- que tenían en un rincón de la oficina de Caixa Ontinyent, un pequeño pueblo de 40.000 habitantes al sur de la provincia de Valencia y una de las dos cajas de ahorros que se mantienen como cajas de toda la vida -junto con la Colonya Caixa Pollença balear-, fieles a la cercanía con su gente, a su servicio de banca aburrida -como diría un socio de la cooperativa de Mondragón- y no han jugado a ser banqueros emborrachándose con los mercados de la especulación y las juergas de las finanzas creativas. Esa vieja máquina de escribir era todo un símbolo. Quizás todavía tengamos que desempolvar la vieja Olivetti para volver a las esencias de lo pequeño es hermoso, que diría el economista Ernst Friedrich Schumacher -no confundir con el piloto de F-1- y podíamos empezar por probar a vivir una semana sin móvil y sin conexión a Internet. Es una experiencia sorprendente, se lo aseguro.