hace ya unos cuantos años, en una visita al Parlamento de Westminster, contemplé con curiosidad y asombro que aquel insigne edificio, testigo de decisiones históricas y también de grandes trifulcas barriobajeras, albergaba una pequeña urna con dos pequeños trozos de cartilago que, según se explicaba más abajo, pertenecían al futbolista Paul Gascoigne, un tipo tan pendenciero y malencarado como buen dominador de la pelota. Desde aquel picotazo de vulgaridad, la política británica me ha proporcionado un buen número de sorpresas en sus relaciones internacionales, ya sea su determinación para acercar la paz a Irlanda o el rápido aprestamiento a intervenir en conflictos armados cuando otros países aún se lo estaban pensando. La última sorpresa de Londres, sin embargo, no lo ha sido tanto.

La decisión del premier británico, David Cameron, de someter a referéndum la pertenencia de su país a la Unión Europea está en el catecismo del partido conservador. A principios de los años 80, Margaret Thatcher y los miembros de su gabinete hicieron imposibles piruetas para no desairar a sus vecinos europeos, al tiempo que lograban notables ventajas económicas de la UE. El gobierno conservador firmó el Acta Unica Europea con el objetivo de establecer una colaboración más estrecha con los países europeos, pero en aquella andadura -con más espinas que rosas- nació el movimiento euro-escéptico, en el cual se encuadraron destacados políticos e ideólogos conservadores que paradójicamente también fueron un dolor de cabeza para la primera dama.

Sostenido ideológicamente por gran parte de la clase media británica, especialmente por los más entrados en años que temen la pérdida de su insularidad, el sentimiento europeo no acaba de cuajar totalmente y de forma mayoritaria en la ciudadanía. Existe, además, la percepción de que la UE tiene unos okupas -los países del Sur- con los que la convivencia puede ser complicada. El sentimiento atlantista, su alianza con EEUU y con los países de sus antiguas colonias -entre ellos Canadá, Australia o India- aporta también un punto de nostalgia de su pasado imperial.

Sin embargo, todos estos elementos no son suficientes para romper con la vida cotidiana de los británicos más jóvenes y que representan el futuro del país. Acostumbrados a viajar, estudiar y divertirse en Europa, esa insularidad de los británicos se ha ido resquebrajando con el paso de los años.

Existe aún otro elemento sin duda más poderoso. Y es que el Reino Unido no puede perder su actual influencia en Europa. Nada más doloroso en el corazón de un inglés que ver cómo Londres deja de ser el centro financiero de la UE. Dicha pérdida haría mucho daño a la economía de la isla. Por otra parte, el añadido de no tener el contraste de la moneda europea les podría dejar como socios de segunda categoría. Y tampoco parece que a la administración estadounidense le haga gracia perder un firme aliado dentro de la UE.

Situar el referéndum a cinco años vista parece un movimiento inteligente políticamente y destinado a ganar un tiempo en el que Cameron tendrá un amplio margen de maniobra para reducir la resistencia de los euro-escépticos de su partido.

El personaje de Sinué el egipcio, en la obra del finés Mika Waltari, afirma aquello de "no sé lo que quiero, pero sea lo que fuere, he estado buscándolo en lugares equivocados". David Cameron sabe lo que quiere, sabe dónde buscarlo y en esos extraños vericuetos que presenta la política tiene a Angela Merkel como garante de que no le dejará abandonado.

No parece, en cualquier caso, previsible que el resultado del referéndum deje al continente aislado, tal y como anunció The Times cuando la niebla se apoderó del Canal de la Mancha hace ya unos cuantos años. Esperemos que no.