advertía Marvin Harris en un ensayo ya clásico de los años 70 de que el resultado principal del sistema de caza de brujas instaurado a partir del siglo XV consistió básicamente en que los pobres llegaron a creer que sus miserias provenían de la actuación de brujas y diablos en vez de príncipes y papas. De esta forma se logró desviar la atención de la mayoría de la población hacia otros asuntos, por ejemplo delatar a tu vecino, dejando a los poderosos que ejercieran libremente su dominio. Es más, gracias a ellos se estaba persiguiendo y controlando la brujería para bien de ese pueblo, que a cambio debía sentirse agradecido y someterse tranquilamente a las demandas de la Iglesia y de su señor que tan eficientemente los protegían.
Surge la reflexión a propósito del anteproyecto de reforma de Código Penal promovido por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 11 de octubre. No se trata de una reforma más de las 28 sufridas por el Código Penal desde su aprobación en 1995, sino que en este caso tiene la particularidad de que derrumba las bases de un Derecho Penal propio del modelo de Estado social y democrático de derecho que consagra la Constitución española.
Esta reforma penal, que contiene un notable endurecimiento del castigo, modifica de manera muy importante el sistema de imposición de las penas y las medidas de seguridad estableciendo un mayor control social y entronizando la peligrosidad como fundamento de la intervención del Estado. Como ejemplo, permite que una persona que haya sido condenado por un delito con violencia -pongamos unas lesiones en una noche de fiesta- pueda estar hasta 10 años más preso si hay un juicio de peligrosidad. Tal reforma no se basa en criterio científico alguno ni esgrime estudios que avalen la elección de esta política criminal. La tasa de criminalidad del Estado español es de las más bajas de Europa, mientras que la tasa de encarcelamiento es de las más altas. Tampoco aquí, como en el siglo XVII, podemos ver al demonio por ninguna parte.
Por tanto, debemos pensar que el único objetivo de esta reforma es el de hacer creer a la población en la existencia de una inseguridad generalizada que haga necesaria precisamente la intervención dramática del Estado a fin de restablecer el orden. Se desvía así la atención de las verdaderas causas de la inseguridad que son precisamente la existencia de una crisis económica política y social provocada por los que más tienen y que tiene como objetivos ideológicos el desmantelamiento de las estructuras tradicionales del Estado del bienestar y como consecuencia la guerra entre pobres, incluida ya la clase media, por recursos cada vez más escasos. De ahí el reforzamiento nuevamente de los castigos relacionados con los delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico.
Como consecuencia de lo anterior, el nuevo Código Penal va a servir de base a una seria limitación del ejercicio de los derechos y libertades básicas como expresión o manifestación, especialmente evidente en la modificación de los delitos contra el orden público, concebido de forma autoritaria en un contexto que está revelándose como una fuente de conflicto social continuado.
Por otro lado, la apuesta del Ejecutivo por el tratamiento de algunos delitos que puedan generar alarma social mediante la cadena perpetua, cualquiera que sea su denominación, la custodia de seguridad y la libertad vigilada no se ajusta a los valores de protección de los derechos humanos comúnmente admitidos en los países de nuestro entorno y no es eficaz a los efectos de proteger a la sociedad o prevenir el delito. Su aplicación sólo producirá un desbordamiento del sistema penitenciario español, ya de por sí al límite, el empeoramiento de las condiciones de vida de los reclusos y, por tanto, una menor eficacia en el objetivo constitucional de reinserción. Y lo más grave es que absolutamente innecesaria porque nuestro Código Penal ya contiene penas elevadísimas -hasta 40 años- para abordar los conflictos para los que está prevista.
El Ministerio de Justicia ignora en su propuesta que la política criminal debe ir de la mano de otras políticas que aseguren la inclusión de todos, rentas mínimas familiares, acceso a la vivienda, a la calidad de vida. En tiempos de penuria, cuando mayores debieran ser los desvelos de los responsables políticos por proteger a los sectores sociales más débiles, se está caminando en la dirección contraria por medio de una política criminal que solo contempla la respuesta al delito aumentando el rigor punitivo como única forma de prevención de la criminalidad. En el fondo subyace una filosofía que culpa a los pobres de ser pobres y en consecuencia de ser delincuentes mediante su estigmatización penal.
En último término, como señala el fiscal general del Estado en la apertura del año judicial, "la lección que nos suministran la ciencia del derecho y la criminología es que el Derecho Penal no soluciona problemas, simplemente sale al paso de conflictos insolubles en otras instancias mediante el empleo de la forma más extrema de coerción legítima, la pena. Reflexionemos sobre ello cada vez que se aborde una reforma, pues no siempre el incremento lineal de las penas retorna a la sociedad el rédito de una disminución equivalente de la criminalidad".
Ajeno a toda ciencia, adicto al pensamiento mágico, el poder va acumulando leña para el siguiente auto de fe.