el artista no estuvo en el montaje y no pudo evitar el desaire -por otra parte involuntario- hacia su obra. Uno de sus collages representaba la caída de Ícaro, el joven que desafió las leyes de la naturaleza intentando volar hasta el sol y que, tras quemarse las alas por acercarse demasiado, sucumbió irremediablemente en picado sobre el mar Egeo. El funcionario de la casa de cultura -un currela sin mala fe- colgó el cuadro del revés, de manera que pasó a mostrar a Ícaro en plena hazaña ascendente. No es que pretendiera volver a retar al destino, como lo hiciera el hijo de Dédalo, es simplemente que ignoraba la mitología y, francamente, tampoco tenía por qué conocerla, que bastante tenía con lo que tenía para andarse encima con mandangas. En este caso verídico acontecido en una capital vecina -no piensen en Montehermoso, que ya les veo venir- falló la cultura clásica del funcionario, sí, pero también la supervisión in situ. No fue el caso de Imanol Marrodán, que el lunes sí se preocupó de asistir en persona al traslado de su fuente de la plaza Euskaltzaindia a la mediana de Portal de Foronda y no paró de exclamar "¡qué desastre!" al ver que los operarios colocaban su obra girada, con el cabezal superior mirando al sur en lugar de al norte. Un pecado capital equiparable a la inesperada resurrección de Ícaro, pues de esta manera el agua -por otra parte inexistente- nunca podría caer sobre un imaginario estanque. Pero es consecuencia del secular debate sobre si la ciudad está hecha para el arte o el arte debe estar para las necesidades mundanas de la ciudad.