No me refiero a esa mentira, al llegar tarde a casa, si dices que se te ha hecho tarde trabajando, cuando en realidad te has tomado unas cervezas. Pienso en las mentiras de nuestra clase política. El que ha tenido algún conflicto legal o ha sido testigo en un pequeño juicio de faltas en un modesto juzgado sabe que siempre hay una persona que se pone trascendental y cuando vas a comenzar a hablar te dice: "Tenga en cuenta que aquí está obligado a decir la verdad, y que si no lo hiciere, incurriría en un delito de perjurio y sería castigado por la ley". Así que sales de allí pensando en lo fácil que puede resultar convertirse de pronto en un delincuente sólo por decir una mentira.

Pero de este modesto juzgado nos trasladamos al Gongresdoz de los Dizfutados, se les llena la boca a nuestros políticos cuando hablan del Congreso o Senado. Cámaras que, según ellos, son los templos de nuestra democracia, lugares en los que se ejercitan los actos necesarios para garantizar la salvaguarda de nuestros inalienables derechos constitucionales y, por tanto, sitios a los que se les debería el mayor respeto legal, moral e institucional. Sin embargo, se suben al estrado y nos inflan a mentiras, sin ningún rubor, con total impunidad, sin que nadie les diga que están cometiendo un delito.

Imaginemos a uno de nuestros diputados en el estrado, y que antes de comenzar su discurso, el presidente del Congreso le diga eso de: "Tenga usted en cuenta señoría que aquí está obligado a decir la verdad, y que si no lo hiciere, incurriría en un delito de perjurio y sería castigado por la ley". ¿Y por qué no?

Pero lo grave no es eso, que unos sinvergüenzas mientan sin que pase nada, es más grave la desidia y el conformismo que hay en nosotros. (...)