el 1 de noviembre de 1755 Lisboa quedó arrasada por un terremoto en el que murieron más de 90.000 personas, en una ciudad que, por aquel entonces tenía unos 275.000 habitantes. Aquella espantosa desgracia, como es bien sabido, representó un motivo determinante en el proceso de la Ilustración. Basta leer al Voltaire o Kant para hacerse una idea de lo que acabo de apuntar. Digo esto cuando todavía están sacando cadáveres de la ciudad de Puerto Príncipe donde, según las estimaciones que se han podido hacer hasta ahora, las víctimas mortales del desastre de Haití pueden llegar a los 150.000 muertos.

Así las cosas, la pregunta que hay que afrontar es clara: ¿ayuda o cambio? Por supuesto, la ayuda es lo más urgente. Cuando miles de criaturas se mueren de hambre y de sed, cuando los heridos se debaten luchando entre la vida y la muerte, sería insensato y cosa de locos centrar nuestras preocupaciones en discutir sobre las causas últimas de la existencia del mal en el mundo. Lo que importa, en este momento, es ayudar a los damnificados a salir, cuanto antes, de la situación desesperada en que se ven metidos. Por eso, todo lo que derrochemos en generosidad siempre será poco, si tenemos en cuenta lo que el país más pobre de América necesita sin demora. Pero tan cierto como lo que acabo de decir es que con la sola ayuda no afrontamos responsablemente el problema que nos ha venido a plantear la catástrofe de Haití. Mi idea es que, si el terremoto de Lisboa fue un argumento más para caer en la cuenta de que el mundo no podía seguir como hasta entonces, algo parecido es lo que el terremoto de Haití nos está diciendo en este momento. Estas enormes hecatombes nos plantean problemas que tocan fondo en la vida. Pienso yo ahora como, no hace mucho pensaba Johan Baptist Metz, uno de los grandes de la Teología, que todavía nos quedan en vida. Hablaba Metz de cómo situarse "en medio de las historias de sufrimiento y catástrofes de nuestra época". Desde este punto de vista, ha dicho -con toda la razón del mundo- el conocido profesor de la Universidad de Münster que el espantoso espectáculo de Auschwitz es para los ciudadanos de nuestro tiempo un auténtico "ultimátum". Auschwitz (y ahora Haití, como antes el tsunami de Indonesia) "señala un horror situado más allá de toda teología conocida, un horror que hace que todo discurso descontextualizado sobre Dios parezca vacío y ciego". Si algo vieron claro los hombres más lúcidos del siglo XVIII es que con las ideas que tenían, en aquellos tiempos, sobre el poder y sobre la vida, sobre Dios y sobre la religión, sobre la política y el derecho, no iban a ninguna parte. Por eso ellos se dieron de cuenta que había que cambiar, darle a la sociedad y a la historia un giro nuevo y una orientación distinta.

Sin duda, aquellos hombres se equivocaron cuando le concedieron tal valor a la razón, que, con el paso de los años, se ha llegado al esperpento de que aún quede gente que vea "razonable" el Holocausto nazi, como "razonables" se han visto tantos otros holocaustos de los que ahora nos avergonzamos. Pero, en todo caso, lo más evidente que tenemos ante la vista en este momento es que un mundo con tanto poder como el que hay ahora mismo, y con tan pocas ideas para gestionar y orientar ese poder como ocurre en este momento, sin instituciones que gestionen con eficacia el derecho y la economía, la política y la ciencia, la religión y la convivencia, la justicia y la dignidad de las personas, un mundo así va derecho y de prisa a precipitarse en un vacío sin solución y sin retorno.

La catástrofe de Haití ha venido a decirnos a todos que no sólo los habitantes de aquel país están hundidos en una situación desesperada. No. Somos los habitantes del mundo entero los que ahora mismo vagamos sin rumbo, por más seguridades que nos ofrezcan los políticos optimistas. Y por más amenazas que nos prediquen los obispos desorientados. Ni con el poder de esos políticos, ni con el Dios de semejantes teólogos podremos darle a todo esto un giro de esperanza para las generaciones que nos van a suceder.

¿Hay solución? ¿Tenemos alguna pista para orientarnos? Nos queda nuestra propia humanidad. Lo que más necesitamos es humanizarnos, ser más profundamente humanos, superando la deshumanización que nos lleva derechos al desastre. No es pesimismo, ni amargura, y menos aún resentimiento. Lo que afirmo es precisamente todo lo contrario: Si somos fieles a nuestra propia humanidad, contamos con medios para que el mundo futuro sea más habitable e ilusionante.

* Teólogo y escritor