La guerra es un escenario demasiado frecuente en el mundo. Algunos nos libramos, aun cuando los medios de comunicación acerquen esa lejanía dolorosa para los que allí viven, pero las imágenes, con el estómago lleno, siempre resultan indoloras.

Como casi siempre, para lo bueno y para lo malo, una minoría empuja a una mayoría. Las pasiones que mueven a unos pocos arrastran a otros muchos para que tomen las armas y arrasen cuanto encuentran a su paso, sin discriminar combatientes o meros ciudadanos. Las mujeres y los niños llevan la peor parte en guerras de las que no acaban de comprender la razón por la que se han iniciado y que nunca acaban.

Y cuando la paz llega, si es que llega de verdad, todavía no se ha acabado todo. Como espectadores, puede parecernos que la paz llega simplemente cuando cesan las noticias de guerra en la televisión, cuando han dejado de ser noticia las marchas de un pueblo acosado por el frío, el hambre y las metralletas de los milicianos; pero la paz necesita asentarse en la vida diaria. Como cuando ocurre una catástrofe, lo peor puede venir a continuación.

Recuerdo un cuadro de Van Gogh, en el que un padre, en cuclillas, espera con los brazos abiertos los primeros pasos de un niño pequeño a quien sujeta su madre, la esposa. Todo ello en un jardín entre familiar y huerto. Todo un símbolo de esa paz que todos anhelamos, y que parece tan difícil de encontrar, no ya en el mundo, sino entre la misma familia, o la paz interior de los habitantes de un mundo que corre en pos de no se sabe qué.

La paz exige retorno al hogar, reconstruir casas y, sobre todo, reparar corazones. La paz no sólo es una chimenea humeante bajo un techo; es también la tranquilidad de espíritu, la ausencia de odio hacia los otros, el olvido de rencores contra el vecino, y un futuro abierto a la esperanza. Esa paz en el corazón exige paciencia y ayuda. Una paz de este tipo es posible que sólo los niños la lleguen a alcanzar, ya que para los mayores no será fácil que olviden lo que han sufrido, que olviden a quienes han dejado su vida en el camino, que ya no podrán volver.

Nosotros, nuestros antecesores, hemos pasado por todo esto, y parecía que los niños que fuimos creciendo desde aquel entonces si habíamos encontrado la paz necesaria. Seguramente nuestros padres, sujetos activos en el sufrimiento, supieron seguir adelante, dejando rencores por el camino como jirones de vida.

Pero como siempre, unos pocos quieren mover a unos muchos para reavivar odios y rencores, para abrir heridas cicatrizadas.