No quisiera parecer un desconsiderado, pero la verdad es que hay ofrecimientos que parecen una venganza. Y, por desgracia, no son pocos. Me refiero a los tickets de descuento que, a borbotones, te ofrece la caja registradora de cualquier supermercado que se precie cuando el profesional que se hace cargo del aparato pulsa el botón correspondiente para la elaboración del ticket final. No me extrañaría que se hayan dado casos en los que los citados vales hayan llegado a ocupar más que el resto de la compra realizada. No me malinterpreten, porque yo sí sé aceptar los regalos de buena fe. Me parecen una forma muy interesante de fidelizar en el sentido amplio de la palabra a alguien, sea este un amigo, un familiar o un cliente. Sin embargo, lo que ocurre en las cajas a las que uno acude habitualmente para adquirir fundamentalmente productos de primera necesidad nada tiene que ver con un obsequio. Por lo menos, así me lo parece, ya que con el ramillete de bonos en la mano acostumbro a padecer ataques de ansiedad. Empiezo a leer los papelillos, a sumar porcentajes, a pensar dónde meter el producto extra que debería comprar para beneficiarme del descuento y a comprobar su fecha de caducidad y me dan taquicardias. Supongo que no estoy hecho para según que aventuras.