La vida no suele darnos muchos respiros. Y generalmente, como cantó el gran John Lennon, la vida es eso que ocurre mientras estamos ocupados haciendo planes. De tal manera que los momentos de felicidad a veces pasan sin enterarnos. Pues he vivido uno. Lo único bueno de las malas noticias es que, cuando llegan, relativizas bastante otras menos malas. Y he pasado unos meses rondando un precipicio, preocupada por la salud de alguien muy muy cercano, alguien sin quien nada sería. Rondas el precipicio, te asomas, te entra el vértigo y retrocedes; vuelves la cabeza para no ver, como si no existiera, como si ningún médico nos hubiera dicho jamás esa palabra que acojona solo con oírla, cancerígeno. Hasta que llega esa llamada en la que te confirman unos análisis negativos y el precipicio, de pronto, desaparece. Y es como si te quitaran de encima una mochila muy muy pesada, como si los hombros pesaran menos, como si el cuerpo entero pesara menos, como si la luz del sol fuera más brillante y los colores más hermosos. Y me he encontrado de pronto mirándome a mí misma, intentando retener ese momento en mi memoria, cada detalle y cada emoción, para guardarlo en la carpeta de felicidad en mayúsculas. Porque la vida no suele darnos muchos respiros.
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