Cualquier excusa es buena para reencontrarse con viejos amigos de la juventud a los que, por desgracia, ya solo puedes ver muy de vez en cuando. Después de que hace tres años compartiera mesa y mantel con antiguos compañeros del colegio, a finales de agosto pude vivir otra jornada inolvidable en el pueblo de mi madre. Los nacidos en 1978 celebramos por todo lo alto haber llegado tan lustrosos a esta nueva década. Nada quedó a la improvisación y cualquier detalle estuvo perfectamente cuidado por los organizadores. Unas camisetas muy chulas, los pañuelos naranjas, una vuelta guiada hasta el castillo gracias al guía Rodrigo, la mini disco móvil que nos convirtió en el foco de la atención en el frontón y la correspondiente comida con la que mi ácido úrico subió por las nubes tras ponerme tibio de marisco, pero por encima de todo casi 30 quintos rebosantes de juventud deseando pasárselo en grande. Lo conseguimos con creces, aunque en mi caso un maldito café cortado me dejó sin capacidad para dormir la noche anterior y me hizo presentarme en unas condiciones ciertamente complicadas. Pese a todo, aguanté de forma estoica. Como no podía ser de otra forma, las vaciladas sobre los kilos y las canas de más o menos no pudieron faltar. Hay que hacerse mayor sin perder el buen humor.