Hubo un tiempo en el que te ibas de vacaciones al pueblo, donde con suerte igual no había más que un teléfono en el bar. Quizá te llevabas una cámara con su correspondiente carrete que había que administrar con prudencia y frugalidad. Hoy, no solo puedes seguir en vivo y en directo las vacaciones de cualquiera, sino que existe un punto de exigencia. Hace unos días me asaltó un post con consejos sobre el uso de noséqué herramienta digital para eliminar de un plumazo al resto de la humanidad que se le ocurra compartir tu plano fotográfico. Utilizaba como ejemplo Petra. No he estado en Jordania, pero recuerdo la lucha de poder a la que asistí hace años, cuando Instagram aún no existía, por hacerse un hueco para retratarse lanzando la monedita a la Fontana di Trevi. Afortunadamente, al personal no le dio por imitar a Anita Ekberg. ¿Y qué me dicen de lo de hacer disciplinada fila para posar en determinado marco incomparable? Me hago mayor. Claro, esto supone que los destinos del viaje tienen que ofrecer esos escenarios incomparables. Hace unas semanas se publicaba que la cascada supuestamente más alta de China, 300 metros de caída y reclamo turístico, es un fake o una “mejora”, según sus responsables, cincelada a golpe de tubería. Vaya, que igual habría que recordar más aquello de El Principito de que lo esencial es invisible a los ojos.
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