Ya nos lo anticipó el romántico Leopardi con su instinto felino: la vejez va privando al ser humano de un número creciente de placeres pero le deja inscritos en lo más profundo los apetitos, también los carnales. Lo que entre los viejos que hoy dominan el mundo se traduce como hambre e incluso gula de poder. Pongamos como paradigma occidental a los contendientes en Estados Unidos pues entre Biden y Trump deparan una edad media de 80 años, 82 contra 78. Como septuagenarios son el chino Xi Jinping, el ruso Putin y el israelí Netanyahu, longevos amos de Oriente. El globo en manos ajadas y en demasiados casos seniles, diríase que hasta dementes.

A esta gerontocracia hegemónica contribuye lo suyo Europa. Tanto que Von der Leyen se vislumbra de nuevo como presidenta de la Comisión tras estos comicios inminentes cuando en octubre hará 66 años, cierto que aún lejos de los 77 de Borrell, todavía al frente de la diplomacia y la seguridad comunitarias. Conste sin embargo que la veteranía –no confundir con senectud– es un grado, de mayor valor cuanto más presupuesto se gestiona y más compleja resulta la sociedad ante la que se responde. También para detectar los signos precursores de los problemas y afrontarlos con la templanza que alumbra soluciones, sin ese maximalismo maniqueo –e impulsivo– característico de los jóvenes dirigentes. Definitivamente, a las altas encomiendas públicas hay que llegar vivido sin caer en la pueril efebocracia, ya que la virtud radica en el equilibrio entre la sabiduría de quien decide y la energía de los llamados a ejecutar después de contribuir a forjar una visión integral y cenital, mezcla de práctica e intuición, de madurez y arrojo. Cómo si no abordar las transiciones digital, ecológica y socioeconómica inherentes a estos tiempos tan vertiginosos.

La paradoja estriba en que lo que vale para la política institucional no se aplica al sector privado. En el sentido de que quienes caen en la tragedia del desempleo superados los 50 –por circunstancias ajenas a su ejecutoria laboral las más de las veces– se convierten por lo general en fantasmas cuyos currículos parecen estar escritos en letra invisible al margen del trabajo ofertado. Cuando ante una oportunidad mínimamente decente responderían con un compromiso inquebrantable –potenciado por el agradecimiento– para compensar la falta inicial de alguna destreza de índole técnica con la actitud y la disciplina determinantes para el alto desempeño. A partir del background consustancial a la superación de situaciones y retos de lo más variopinto, el mejor entrenamiento para anticipar y manejar nuevos desafíos, singularmente si se han desarrollado funciones de liderazgo y mentoría.

Sirvan estas modestas líneas como elogio de la experiencia, imprescindible para saber cualquier cosa, como dictó Séneca en el siglo I. La responsabilidad y la cultura del esfuerzo se forjan con el tiempo, igual que la perspectiva y el cuajo. Mientras la capacidad de adaptación depende antes que nada de la necesidad.